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Entre los siglos XIX y XX el Ayuntamiento de San Sebastián, siguiendo la ruta marcada varias décadas antes, a falta de una industria que motivara ... el aumento de población, procuraba que el atractivo de la ciudad fuera su calidad de vida. Era vanagloria de sus habitantes el considerarse miembros de una urbe avanzada en cultura, sanidad, educación, higiene, estética, elegancia y seguridad.
De este último apartado se ocupaban los celadores municipales que, en número de 180, atendían a los 35.000 habitantes. Un repaso, al azar, de la prensa de la época, ofrece un variado abanico de causas que motivaban la intervención de quienes velaban por la seguridad.
Debían detener y enviar a la cárcel a los «pájaros de cuenta» que daban escándalo propinando cachetes en una reyerta, a los que en la vega de Loyola asustaban al ganado con tiros de pistola o a quienes en la Brecha inquietaban con piedras a las caballerías de los caseros, de tal forma que éstos terminaban cayendo al pilón del abrevadero.
Capítulo importante de su actividad era el dedicado a los robos: en el caserío Echenaguía, de Igueldo, robaron una chaqueta de paño negro, unos calzoncillos, unos calcetines, una camisa y una boina, y 45 cabezas de maíz en el caserío Errigoenia de Ulia; en los almacenes de carbón Banel Nelson, en la calle Príncipe (hoy Arrasate), los ladrones se «apacharon» de 120 pesetas de plata y 18 de calderilla, dejando sin coger las monedas de 2 y 5 céntimos; de la Alhóndiga, después de barrenar la puerta, se llevaron tres pesetas y en Ategorrieta un rata le quitó a José Delach un reloj, seis pesetas y veinte céntimos.
Aunque correspondían a los miqueletes y guardia civil los delitos de contrabando, en ocasiones los municipales, por confidencias secretas, se hacían cargo de cestas con productos introducidos fraudulentamente, pues Hacienda entregaba a los denunciantes la tercera parte del valor de lo aprehendido.
1900 Los celadores, en número de 180, velaban por las necesidades de los 35.000 habitantes de San Sebastián
Un repaso, al azar, de la prensa de la época, ofrece un variado abanico de causas por las que debían intervenir
A la Inspección llamaban tanto el del padre que reclamaba a su hija por haberse escapado como sirvienta del coronel Sixto Machado, como la mujer que denunció a su marido por tratarla cruelmente en la calle San Martín y la que, desde Atocha, denunció a su esposo «por haberle sorprendido haciendo el amor con una joven de modo bastante significativo».
Y qué decir del falso dominico que, aprovechando los problemas que en Francia tenían las órdenes religiosas, presentándose como víctima de la represión en busca de su padre, un coronel retirado de Logroño, apañaba cuanto encontraba, hasta que la autoridad civil comprobó se trataba de un caradura navarro, ni monje ni hijo de militar, que terminó en la cárcel de Ondarreta.
También terminaron en la trena un anarquista dinamitero francés y la mujer, que en la zapatería de la señora de Otazu, escapó con el calzado que se estaba probando. No se libraron de prisión el cochero que entró con su carruaje por la calle Narrica, sabiendo que el paso estaba prohibido y la panadera que en la calle Puerto golpeó al agente que fue a cobrarle la multa de 50 pesetas, tras haberle sido decomisada una gran cantidad de panes faltos de peso.
Algunas riñas sangrientas frente a las tabernas también sirvieron para ocupar celdas en el Antiguo, y frente a las monedas falsas de dos pesetas que algunos intentaban «colar» en el estanco de la calle San Jerónimo, contrastaba la honradez del niño Domingo Lerzundi que encontró un billete de 50 pesetas en el Muelle y lo entregó a los celadores quienes encontraron al arrantzale, Francisco Lecumberri, que las había perdido tras cobrar en el reparto de la pesca de besugo.
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