Bajaba yo de Jaizkibel a Lezo por un camino rocoso, plagado de escalones irregulares en los que era fácil tropezarse y de pedruscos sueltos en los que el pie resbalaba a traición; bajaba un poco harto de tanta roca desmenuzada, cansado del interminable pedregal, cuando ... me crucé con una mujer que subía. Detrás venía su hija, una niña de ocho o nueve años, corriendo cuesta arriba muy excitada, con un pedazo de arenisca en la mano: «¡Mira, ama! ¡Mira, mira! ¡Ama!». «¿Qué?». «¡He encontrado una piedra!».
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No puedo explicar la envidia que me dio la niña: descubría maravillas donde yo solo veía estorbos. Me recordó la viñeta en la que el niño Calvin excava la tierra con una pala y se mete hasta el cuello porque quiere buscar un tesoro. Hobbes, su tigre de peluche que cobra vida cuando no hay adultos cerca, le pregunta qué ha encontrado: «Unas cuantas piedras, una raíz muy rara y algunas larvas asquerosas». «¿Y todo eso en tu primer intento?». «¡En todas partes hay tesoros!». Caminé más despacio y entre las castañas que alfombraban el suelo distinguí las que habían sido perforadas por gusanos, vi un reventón de plumas esparcidas y cartuchos de escopeta, me sorprendí con una gran roca muy característica que siempre he conocido con una fisura: las lluvias, vientos, soles y hielos por fin la habían fracturado en dos. Yo solo había salido a dar un paseo dominguero, pero después de cruzarme con la niña fui capaz de percibir la erosión de los continentes.
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