Cuando veo ciertos detalles, sospecho que los gestores públicos no utilizan jamás ese servicio que han aprobado para la ciudadanía. Lo pensé cuando inauguraron la estación de buses de Donostia, que ya nació vieja, incómoda, pequeña, fea y cutre, y entré a los baños: habían ... instalado un urinario colectivo, de esos tipo abrevadero, en los que tres o cuatro hombres mean codo con codo, sin ninguna separación, y siempre hay alguno que mira de reojo para establecer comparaciones, en un ejercicio de transparencia democrática. Después de muchos años, y sin someterlo a referéndum, retiraron el muro de la vergüenza y colocaron urinarios individuales.
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El domingo cumplí mi tradición anual de viajar en tren de Donostia a la feria del libro de Durango: dos horas de ida y dos de vuelta, ideal para un domingo de largas lecturas, interminable cada vez que viajo a esa zona por trabajo. En Durango, a la vuelta, pregunté a una empleada de Euskotren por los baños de la estación. «No hay». «Ah, pero en el tren sí que hay, ¿no?». «Tú mira el morro del tren: si ves un número entre el 921 y el 930, entonces tiene baño». Me la jugué en la lotería de la vejiga: no podía creerme que un tren de varias horas no tuviera baño. Ahí viene, ahí viene… ¡No me fastidies! ¡918! Durante dos apretadas horas, pensé que en la siguiente campaña para fomentar el transporte público deberían repartir orinales. Me habría encantado proponérselo a algún consejero, pero no iba ninguno a bordo.
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