En un laboratorio de Tabakalera construyeron un cajón con ruedas para transportar libros usados por la calle. Le pusieron un nombre inglés y explicaron, en dialecto tabakalés, que pretendían «generar una cultura de la reutilización del libro». Querían «facilitar ejemplares a cualquier persona», «reforzar valores ... como el compartir y la colaboración ciudadana para el bien común» o «promover el conocimiento». Aplaudo cualquier muestra de pasión por los libros, pero me pareció que este mueble rodante solo tenía sentido para quienes ignoran uno de los tesoros más discretos de nuestra ciudad: su fabulosa red de bibliotecas públicas.
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Les debo mucho. De crío pasé mañanas de verano devorando colecciones de Astérix, Tintín y Julio Verne, luego he pasado tardes de viajes invernales leyendo prensa, documentándome, escribiendo y ganduleando en la biblioteca caliente de algún pueblo de Aragón, Cataluña o Castilla, hasta que tocaba ir a dormir a la tienda de campaña. Las bibliotecas son un espacio común agradable y gratuito. Alabamos sus actividades complementarias (charlas, cursos...), pero su misión básica es tan sencilla como poderosa: la invitación a descubrir un mundo de buena literatura, más amplio de lo que cualquier persona podría recorrer en una vida entera, sin gastar un céntimo. Cuando en nuestro entorno alguien dice que lee poco porque los libros son caros, las bibliotecas cumplen otra función: también son detectores de mentiras.
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