En los días más fríos de este invierno, cuando en Donostia esperábamos una nevada que no cayó, descubrí que alguien iba dejando puñados de arroz crudo por los caminos de Ulia. Vi un puñado al pie de unos arbustos, otro encima de un tocón, otro ... junto a un muro. Supuse que alguien andaría preocupado por si la nieve tapaba el monte y dejaba sin alimento a petirrojos, ratones y ardillas. Volví en los siguientes días y me encontré con los puñados intactos. Imaginé entonces a los refinados animalitos donostiarras: ¿arroz crudo?, pero hombre, por favor, pon unas gambas a la plancha o un poco de ensaladilla rusa. Otro día, bajo el diluvio, encontré a un señor que había agarrado una rama gruesa y desatascaba las cunetas llenas de tierra y hojas, para que el agua fluyera y no estropeara el camino. Llegué a la cima y crucé el vertedero de cartuchos, perdigones, tacos y platos rotos, una porquería de plásticos y plomos que sigue allí un cuarto de siglo después de que cerraran el campo de tiro.

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Pensé en las diversas maneras de pasar por este mundo, cuidando el espacio común o arrasándolo, mimando la vida o maltratándola. Pensé en lo guapos que nos creemos y en la imagen que dejaremos, porque desde Pompeya hasta Zaldibar no hay retrato más perdurable de una sociedad que sus vertederos. También seremos eso para los arqueólogos del futuro: perdidos huesos humanos mezclados con amianto.

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