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Photoshop inventó los cutis inmaculados, limó imperfecciones, borró arrugas y celulitis. Revistas y anuncios aplicaron el retoque digital para imponer un ideal de belleza uniforme e inalcanzable. Instagram popularizó el selfie, símbolo de una vida en constante exposición. La ciencia puso en el mercado el ... ácido hialurónico y el bótox y, poco más tarde, la medicina nos vendió el don divino de rediseñarnos a medida.
Entendimos de forma literal que una imagen vale más que mil palabras y ahora sólo sabemos juzgar con los ojos. La forma se impone sobre el fondo, la belleza es exclusivamente física pero es una apariencia perfecta, impersonal, artificial. La cirugía ha llenado calles y pantallas de vientres cincelados, pechos exuberantes, labios hinchados y caras estiradas que rompen la conexión secular entre lo bello y lo natural.
En una era que ha consagrado la juventud como único ideal de belleza, estas líneas quieren ser un elogio de los pliegues, de las arrugas, de una belleza serena, madura, que sólo puede esculpir el paso del tiempo. Las canas, las estrías de los pechos, las patas de gallo, las cicatrices son testimonios de una vida plena. Rebelarnos contra la dictadura de la belleza exige reeducar la mirada, aprender a disfrutar de las imperfecciones, admirar la erosión que produce el tiempo en nuestro cuerpo como una nueva forma de belleza imperfecta, sincera y natural. Entender que el atractivo que te regala la experiencia sólo se gana viviendo.
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