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Si a las pocas horas de comenzar una rave o un festival de música en Donostia, tuviéramos tres infartados, 33 traslados hospitalarios y 125 atenciones ... sanitarias en el lugar, la ciudad se alzaría en un clamor contra tanto desenfreno ¡en un San Sebastián! Pero las espirales de autodestrucción por medio del deporte extremo aún gozan de un raro prestigio. De todos los hábitos insanos, correr durante horas es el menos placentero, lo cual explicaría su alta consideración en una sociedad que aplaude a los estoicos y abuchea a los hedonistas. Hay quien sale a correr todo los días «y si un día no puedo, me siento mal, como que me faltara algo». «Sí, a mí me pasa igual en los vuelos largos», suelen contestar esos otros adictos que son los fumadores.
A medio camino entre la afición y la adicción se sitúa el Mundial de Qatar. Decía Umberto Eco: «Yo no odio el fútbol, yo odio a los apasionados por el fútbol». Y para evitar malentendidos añadía que su relación con los hinchas era la misma que la que los partidos ultraderechistas mantienen con los inmigrantes: «No soy racista con tal de que se queden en su casa». Qatar sí quiere que los aficionados acudan a su Mundial –incluso sin entrada–, pero los quiere bajo sedación. Ingleses y alemanes sin alcohol y homosexuales de incógnito. Tampoco nos engañemos: si una pareja heterosexual se da el lote en cualquier espacio público es probable que tenga problemas. En el caso concreto de los españoles, que 'Manolo el del bombo' no interrumpa al muecín con la percusión de su llamada a la oración para devotos de Luis Enrique.
La lista de restricciones es interminable porque esta gente vive pendiente de la ofensa. En su ordenamiento legal, los homosexuales son ensayos defectuosos de lo que debería ser un ser humano y las mujeres, un animal doméstico que, como los canes en Europa, deben salir acompañados. La mitad de la población sufre un apartheid. Sus taras no nos resultan del todo ajenas. Combinan nuestras tendencias atávicas –machismo y homofobia– con hábitos de última generación –la sustitución del alcohol por las bebidas cero/cero–. No se sabe si Qatar es el futuro al que vamos o el pasado del que huimos.
Enric González pasaba a limpio hace unos días el procedimiento que desembocó en la designación de la sede mundialista: un corredor de dinero en el que aparecen Joseph Blatter, Michel Platini y Nicolas Sarkozy. La venta de aviones de combate, la compra del PSG y, de paso, arrebatar el evento a Estados Unidos fueron los beneficios de una de las partes. La respetabilidad, anhelo de toda organización turbia, la de la otra. Los jerifaltes qataríes saben que éste es un mundo sucio –de hecho, esa es la única circunstancia que les ha permitido organizar el Mundial–, pero aspiran a la pureza, no tanto a la propia como a la ajena. Al choque entre ese anhelo y la realidad lo llamaremos Campeonato Mundial de Fútbol 2022. Si Qatar no puede convertirnos a su religión, no pasa nada, se compra la nuestra: el balón. Y a orar todos.
Porque alguien concluyó que el hincha globalizado –viga maestra sobre la que descansa todo este tinglado–, estaba ya maduro para tragar con esto y con más. Usuario asiduo a los servicios de comida a domicilio, comprador de ropa fabricada en condiciones de esclavitud, degustador de fresas recolectadas quién sabe en qué plantación y cliente fiel de Bezos. Todos entenderíamos Qatar 2022 como la continuación de nuestra vida cotidiana en el ámbito de la alta competición.
Esto provoca tímidos dilemas morales que, llegado el momento de la verdad, se van a resolver por la vía de los hechos consumados. Prácticamente ya nadie se plantea saltarse lo partidos, una suerte de boicot. Como buenos usuarios de las drogas duras, el debate ahora oscila entre el consumo esporádico los fines de semana o abandonarse al desenfreno. A ver quién se pierde el Mundial más chungo de la Historia, con permiso de Argentina 78. Si te vas a resistir, ojo, que se empieza viendo la fase de grupos entre el «yo controlo» y «lo dejo cuando quiera», y se acaba devorando la tanda de penaltis de la final.
Así nos quieren Alá y el capitalismo rampante: hundidos en el autodesprecio. El mundo verá el Mundial bebiendo cerveza barata en el sofá sueco que compró a piezas y montó en casa.
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