Hace años asistí a uno de esos congresos de periodismo en los que editores que acababan de cerrar su flamante medio digital, con decenas de despidos, te explicaban cómo sería en adelante el oficio y qué debías hacer para triunfar. Me inquieté cuando uno de ... los gurús anunció que el futuro de los periodistas autónomos pasaba por buscarnos un nicho. Creí que nos recomendaría ataúdes o urnas para cenizas, pero empezó a decir que debíamos elaborar una marca individual y no sé qué cosas más. Daba igual. Aquellas recetas para la eterna juventud no tapaban cierto tufo a cadaverina.
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El periodismo no desaparecerá, porque somos unos curiosos mamíferos narradores que necesitamos historias para entender la vida y manejarnos en el mundo. Pero ciertas formas del oficio boquean hacia la extinción, para nostalgia de aquellos niños que esperábamos con ansia el periódico planchadito de la mañana, con la clasificación de la Vuelta y el resto del universo bien ordenado.
En el casco antiguo de Mantua vi las señales turísticas que indicaban los caminos al palacio ducal, la piazza delle Erbe, la casa de Rigoletto... y al «antiguo quiosco de prensa». Encontré el quiosco modernista, octogonal, de hierro forjado y vidrio, rematado por un pináculo. Ahí estaba, como los menhires, los zigurat o los mausoleos ostrogodos, señalado y protegido como un monumento de la antigüedad. Ahí estaba, cerrado, vacío, arquitectura incomprensible, como el templete de un dios olvidado.
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