Mercier y Sperber ilustran su iconoclasta libro 'El enigma de la razón' con interesantes estudios e historias. La razón, alabada como la cumbre de la función cognitiva y un poder superior de la mente humana, es considerada por los autores como el resultado de un ... mecanismo para inferir intuiciones y cuya principal función es la argumentación en el entorno social. No razonamos para tomar mejores decisiones en base a un discurrir lógico, sino que razonamos para encontrar motivos que expliquen y justifiquen las decisiones que ya tomamos. Es decir, racionalizamos. Es un fenómeno a posteriori y no a priori. Entristece pensar que la razón se limite a encontrar excusas, sobre todo cuando siempre se ha considerado sinónimo de reflexión y pensamiento lógico y crítico. Sin embargo, lo cierto es que el ser humano es malo al aplicar la lógica a la solución de problemas. No disponemos del tiempo ni de la capacidad para reflexionar sobre cosas nimias y efectuamos lo más oportuno con el menor coste energético para el cerebro y evitando los grandes riesgos. Esto genera inseguridad que se supera encontrando un punto intermedio entre la reflexión lenta y costosa y los impulsos automáticos e irreflexivos. Para muchos expertos este equilibrio es el núcleo central de la racionalidad, pero Mercier y Sperber se desmarcan de este concepto. Conceden a la razón su extraordinario valor a través de la argumentación, el toma y daca de la vida social que enriquece y mejora el proceso cognitivo. La razón es una herramienta para la interacción social. Argumentar lo es todo en el proceso de razonamiento interno y externo. Somos lentos, reflexivos y concienzudos a la hora de elaborar argumentos y exigentes y objetivos a la hora de evaluar los contrargumentos. Somos Homo argumentativus. Es el modo de evitar o corregir sesgos y mejorar la decisión final. Por eso la toma de decisiones en grupo es mejor que la individual, siempre y cuando se acepte la libre argumentación (en caso contrario el grupo solo polariza y fanatiza).
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Los autores reconocen que existe un proceso de razonamiento individual, pero recelan del razonador solitario que no se nutre de pros y contras. Los sesgos cognitivos obnubilan la objetividad y nos aferran a ideas preconcebidas y confirmatorias. Abundan los ejemplos de mentes brillantes con graves «deslices racionales» al pensar solos, el más célebre el de Newton y sus incoherentes escritos sobre alquimia. Otras mentes preclaras, como la de algún prestigioso científico galardonado con el Nobel, han abrazado teorías pseudocientíficas (El Nobel no inmuniza contra la tontería cognitiva).
Los autores diseccionan el caso paradigmático de Thomas Jefferson, uno de los Padres Fundadores de la Constitución americana. Él acuñó la expresión «Imperio de la Libertad» y la frase «Aceptamos esas verdades de que todos los hombres son creados iguales y que son dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, como la vida, la libertad y la persecución de la felicidad». En su casa familiar de Monticello siempre hubo esclavos para trabajar sus campos de algodón. Franklin y Washington, también sureños, liberaron a todos sus esclavos, pero Jefferson no lo hizo (Esto permite evaluar críticamente su conducta 250 años después). Para convivir con tal incoherencia, esgrimió argumentos infames y repulsivos contrarios a la emancipación, como los relativos a la inferioridad física y mental de los negros para vivir en armonía con los blancos o a la preferencia de los orangutanes por la mujer negra. El paternalista Jefferson aseguraba oponerse al abolicionismo para proteger a sus siervos, en especial a Sally Hemings, su amante esclava negra. Puso su brillantez cognitiva al servicio de una línea de razonamiento perversa, con una argumentación pseudológica que le permitía justificar su actitud. Su enorme capacidad de racionalización nubló su más básica facultad de raciocinio. Hoy, la hemeroteca desenmascara en un plis plas a los sucedáneos de Jefferson que pululan por la vida pública, rebosantes de incoherencia y mentira.
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