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Hay que esperar por lo menos hasta ese instante, las 22.00 horas, en el que los escaparates y algunos edificios apagan sus luces ... como marca la nueva ley de ahorro energético, para que la noche alumbre la cara B de nuestros municipios. Esa en la que personas sin hogar buscan un lugar –un cajero, un banco público, una chabola, un arkupe, todo vale– en el que cobijarse y cerrar los ojos hasta el día siguiente, que no variará demasiado con respecto a la víspera. Cada dos años, el estudio de Kale Gorrian analiza la cantidad y los perfiles de los 'sintecho' que duermen y viven a la intemperie. Es posible gracias a los voluntarios que peinan las calles de los 23 municipios de Euskadi adscritos a la iniciativa, que representan al 66% de la población vasca. La madrugada de este jueves, 83 personas patearon durante cuatro horas Donostia y constataron que el sinhogarismo existía antes de la pandemia y también ahora con el azote de la guerra en Ucrania. Ninguna institución facilitó cuántas almas descansaron al raso.
A falta del posterior análisis por parte de técnicos, una mera impresión a pie de campo sitúa el perfil en un magrebí varón de entre 24 y 38 años, que trata de ir reuniendo los requisitos que le permitan regularizar su situación y arraigarse. Uno de ellos, Nordin, que tiene 27 años y salió de Argelia en patera hace 5 meses, asegura que «en la calle se dan situaciones muy locas. He visto gente a la que si le dieras las llaves de un piso, preferiría seguir en la calle». No es su caso. «Sueño con tener un piso con mi mujer». No tiene ni papeles ni novia, pero resulta más factible lo segundo.
Un total de 44 mujeres y 39 hombres conformaron el ejército de voluntarios de entidades sociales, trabajadores, estudiantes y jubilados. Aunque el recuento es bienal, el último data de 2018, cuando 435 personas fueron localizadas en 23 municipios de Euskadi, 145 en Gipuzkoa y 106 en Donostia –en 2016 fueron 44; en 2014, 87; en 2012, 69; y en 2011, en el primer 'peinado', 49–. Así las cosas, en cuatro años (en 2020 no se realizó el recuento por la pandemia) se habría registrado un incremento del 60% en la cifra de personas que duermen en la calle en el País Vasco.
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Pero más que saber cuántas personas se hallan en situación de calle, importa conocer la tendencia y sobre todo los perfiles de personas: su edad, de dónde proceden, cuánto tiempo llevan sin hogar, si tienen familia o ingresos o alguna enfermedad, si consumen droga... Cuestiones como estas figuran en las encuestas que el voluntariado deberá tratar de formular a cada nómada, sin forzar a nadie. «Mejor una encuesta menos que forzar a nadie», es la consigna que se recalca a cada voluntario reunido a las 8 de la tarde en el salón de plenos del ayuntamiento, donde se distribuyen los grupos y las zonas a peinar.
Tal como aseguran los impulsores de Kale Gorrian, es un cúmulo de circunstancias lo que ha llevado a estos individuos a malvivir en la calle, por lo que es importante conocer esas circunstancias y trabajarlas con el fin de que «desde las instituciones y organismos sociales podamos ayudarles y organizar los recursos». Ahí se incluye Gobierno Vasco, las tres diputaciones forales, los distintos ayuntamientos, el SIIS (Servicio de Información e Investigación Social), y colectivos como Cruz Roja, Cáritas, SOS Racismo o Rais.
A nosotros nos asignan la zona 2.2, que comprende el área romántica de la ciudad. El único requisito que se nos impone es no fotografiar rostros ni revelar ubicaciones. Todo el relato sucede en la Donostia que aparece en las postales turísticas. Poco antes de las 22.00 horas, emprendemos el paseo junto a Ana, María, Ainhoa e Iñaki, las tres primeras vinculadas al sinhogarismo como cooperantes o trabajadoras. El chico quiere conocer «de primera mano» la realidad. «Se dicen tantas barbaridades sobre los 'sintecho' y los inmigrantes, que quiero tener argumentos. No creo que regalen ayudas alegremente». «Ya lo creo que no», zanja Sergio Corchón, de Cáritas Gipuzkoa. Lo comprobaremos de madrugada.
Sobre las 21.45, iniciamos la ruta, identificada con los puntos con mayor probabilidad de encontrar personas sin hogar: cajeros, jardines, soportales, parques, escaleras... Ninguno de ellos está subrayado en fosforito como señal de prohibido el acceso por entrañar algún riesgo. El amarillo queda fuera de la postal.
La noche es tropical, con más de 25 grados en algún termómetro. La bahía es un plato, probablemente de sopa dado el aire cálido que nos llega. En la arena unos jóvenes charlan y otras realizan yoga. En semejante marco, pasar la noche a la intemperie resulta incluso una opción apetitosa. Pero tiene que dejar de serlo si no se tiene otra alternativa.
Tal vez porque la meteorología invite a estirar el día y acortar la noche, tardamos en hallar al primer 'sintecho'. Tras tres cuartos de hora de caminata en la que solo hemos visto los indicios de unos cartones bajo unas escaleras, en un banco en penumbra se recorta la figura de Hicham, marroquí de 34 años, con padres, hermanos y «una niña guapa» en su país. «Estoy bien aquí», dice, sin asomo de frío otoñal ni la rigidez horaria de los albergues, que le resultan «una cárcel: debes estar a las nueve de la noche y por la mañana te echan». En su país trabajó «cinco años de guardia civil» y ha trabajado como jornalero en Holanda y «todos los campos de Algeciras a Girona». Llegó a lograr el santo grial, un empadronamiento, pero «se me caducó el pasaporte» y ahora no reúne los requisitos necesarios para renovarlo, relata recurriendo al inglés y al francés cuando no encuentra la palabra precisa en su correcto castellano. También domina el árabe, pero aún no ha logrado entenderse con las normas para regularizar su situación. «Necesito empadronarme».
Lo mismo buscan Nordin e Ibrahim, argelinos de 27 y 25 años. Llevan casi medio año en Euskadi y apenas hablan castellano. Ainhoa encuesta en francés a Ibrahim, que antes no había vivido en la calle. Confía en no eternizarse en esa situación como «otra gente» que lleva «años así». Es «muy loco». La voluntaria se apura por si la extensión de la encuesta agobia a Nordin. «Tranquila, tengo toda la noche», sonríe él. A su lado, Ibrahim cuenta que él vino de Alemania, donde dejó a su mujer. «Espero trabajar aquí y casarnos». Ni uno ha oído hablar de ayudas como RGI o AES, solo repiten «padrón», «trabajo» y «papeles».
En plena charla, aparece su paisano Karim, de 36 años, que ejerce de improvisado intérprete. Pasó una década entre Atenas, Viena, Fráncfort y Barcelona antes de venir a Donostia con intención de cruzar a Francia. «Me gustó la ciudad, pequeña, limpia y con mar, y me quedé». Vive en una habitación, pero antes conoció cada albergue y la casa okupa de la calle Moraza, ahora tapiada. «A todos los chicos que vienen les digo que tengan paciencia. Si quieren vivir aquí lo lograrán, pero para los papeles deben sufrir en la calle». No quiere que nadie interprete sus palabras como una puerta a robar para subsistir. «No todo magrebí roba. Entre las cenas de Anoeta y los desayunos, tiras, pero hay que aguantar en la calle».
Eso mismo hacen Hicham y Abdelkader, que apuran una cerveza junto al Buen Pastor antes de ir a esconderse en la noche. El primero, marroquí de 36 años, pide «nada de fotos porque mis padres no saben que estoy en la calle» después de pagar «1.500 euros» para cruzar en patera hasta Cádiz. Había encauzado un arraigo en Madrid pero «la policía vino al campo donde trabajábamos sin contrato y nos expulsó». Ha trabajado «siete días» en una constructora de Gipuzkoa y aguarda «otra oportunidad» mientras hace 'méritos' para su regularización. De momento, exhibe las tarjetas del Eroski, Tabakalera o Koldo Mitxelena. «Cojo libros para mejorar el castellano», cuenta. Al despedirnos, le ofrecemos fruta, agua y chocolatinas. «¿Guardáis algo para otros chicos? Porque hay muchos en la calle». Del resto encontrado –7 hombres más–, varios duermen, uno conversa largo rato por teléfono y otro, un francés, no está en condiciones de hablar. Es la excepción en la larga noche.
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