La decadencia produce una estética fascinante. Nos atraen las ruinas, llamamos vacaciones a pasear entre escombros, reutilizamos anfiteatros romanos con el deseo de conectar con un pasado. Buscamos debajo de las piedras para conocernos y reconocernos, para saber qué comíamos, cómo nos divertíamos, quiénes éramos. ... Las ruinas nos recuerdan en silencio la fragilidad del ser humano y lo efímero de sus cimientos reales y simbólicos.

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Las ruinas que nos gusta visitar suelen estar limpias, restauradas, pulidas por el paso de los siglos. Sin embargo, cuando los escombros son testimonio vivo de una catástrofe reciente, los eliminamos. Ocultamos los vestigios del desastre siguiendo un instinto primario de supervivencia pero también por el afán de algunos interesados en enterrar errores y responsabilidades. Borrón y cuenta nueva.

Un mes después de la riada, voluntarios y profesionales trabajan sin descanso para devolver a la normalidad los pueblos destruidos. En marzo, como cada año, Valencia indultará una falla y me pregunto qué ocurriría si indultaran también una ruina. Rescatar un edificio derruido o un amasijo de coches embarrados y erigir un monumento con ellos es un recordatorio de que el tiempo puede reducir a cascotes la civilización más poderosa. Las ruinas son también advertencias del pasado, piedras que recuerdan la piedra en que tropezaremos, una vez más, si ignoramos que las decisiones ruines provocan ruinas.

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