En Extremadura no necesitamos GPS porque nos orientamos con Alfonso X el Sabio. No seguimos trazados en una pantalla porque seguimos los que él estableció en 1273: las cañadas reales, por las que vacas y ovejas siguen atravesando Iberia, por las que ahora también pasan ... rebaños de colores chillones: los ciclistas.

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Pedaleamos por la Cañada Real de Gata a través de campos ondulados, infinitos, vacíos. De vez en cuando nos encontramos con fincas que cierran el camino público con vallas y candados. Las saltamos, dibujando un pentagrama de ciclistas que se encaraman a la valla y alzan las bicis para pasarlas al otro lado. Al abrir el pestillo de un portón, se acercan al trote cientos de ovejas balando como locas: parece que llevaban años planeando la fuga y han encontrado el resquicio. Un mastín corre al frente, suelta cuatro ladridos y las ovejas no dan un paso más, nos miran con frustración mientras abrimos, pasamos y cerramos. En otra loma, cinco ciervos corren en paralelo a nuestra marcha durante un buen minuto.

Esta mezcla de naturaleza domesticada y salvaje compone los paisajes extremeños. Como la dehesa, el bosque de encinas y alcornoques que los humanos han ido clareando para ganar pastos y alimentar al ganado, para recoger leña, para extraer corcho. El resultado es una especie de Serengeti ibérico: en lugar de la sabana de Tanzania, la dehesa alcantareña; en lugar de acacias, encinas; en lugar de ñus... cerdos de pata negra. Gana Extremadura por goleada.

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