
«Cuando él sale de la cárcel, yo prefiero quedarme en casa a que me pongan otro escolta que no conozco. Me han cambiado ya a tantos a los que he tenido que contar mi vida privada, que ya no puedo más...». Enara es una de las 49 víctimas de violencia de género que actualmente tiene asignado un servicio de escolta en Euskadi. Esta guipuzcoana lo activa únicamente cuando sabe que va a salir de la cárcel el hombre que la ha acosado y agredido reiteradamente a lo largo de su vida, la primera vez hace más de 20 años.
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«Mientras él ha estado en prisión los últimos tres años –explica esta mujer–, he vivido tranquila. Pero este verano él ha accedido al tercer grado, y he vuelto a sentir esa sensación de que en cualquier momento me lo puedo volver a cruzar». Con todo lo que ello supone: ser insultada, escupida, agredida o incluso arrastrada por el suelo como otras veces. Dada su situación de riesgo especial, dispone de escolta privada.
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De este modo, cada vez que va a ir por el pan, a tomarse un café, a patinar o a casa de sus padres, avisa para que acuda a su llamada un guardaespaldas. Siete distintos le asignaron en julio. «Me parecen demasiados, pero lo puedo entender...», dice Enara, «muy a gusto con el trato» recibido. Alguno llegó a pasear con ella «en sus horas libres». Pero en agosto le asignaron uno solo de esos siete más cinco desconocidos, y los ha rechazado, prefiriendo no salir a la calle.
«He llegado a estar 15 días sin salir de casa», el periodo en el que el único ángel de la guarda que conocía en agosto estuvo de vacaciones. «No es por cabezonada, sino por la angustia que me genera incorporar a otra persona a mi vida. Me gustaría que entendieran cómo me afecta psicológicamente esta revictimización. Es que no es solo que un escolta te vigile la espalda, sino que esa persona viene conmigo a todos los lados: monta conmigo en el coche, me acompaña a la casa donde viven mis padres... No quiero tener que compartir mi vida privada con tanta gente».
Enara ha mostrado su malestar a todas las instituciones posibles, incluido el Ararteko, ante el que ha denunciado su caso. «No sé a quién más acudir. Solo tengo palabras de agradecimiento para las trabajadoras sociales de mi ayuntamiento, al Servicio de Asistencia a la Víctima del Gobierno Vasco (SAV), a la unidad de Atención a la Víctima de la Ertzaintza. Le han llegado a pedir a la empresa privada encargada de mi vigilancia que no me rote tanto los escoltas, pero hasta el momento no ha hecho caso. Me dice que es un problema de cuadrar las vacaciones de su plantilla, pero me consta que algunos escoltas que tuve en junio estuvieron en otros servicios en agosto».
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Empresa privada de seguridad En julio asignó 7 escoltas diferentes a esta mujer, y a finales de mes le adjudicó otros cinco para agosto.
Vigilancia La víctima denuncia tanta rotación, ya que incorpora a cada vigilante a su rutina: «Van conmigo en el coche»
Agresor En julio pasó a tercer grado con orden de alejamiento y un horario obligado para estar en casa por la noche
Fuentes conocedoras de este caso corroboran la versión de esta mujer. Aunque a los escoltas «tampoco les hace gracia que les cambien tanto», pese a que en el fondo es su trabajo, ella es la principal damnificada de tanta rotación. La coordinadora del SAV, Lourdes Lorente, recuerda «la mochila» cargada de «sufrimiento, miedo, vergüenza, estigmatización...» que debe portar cada víctima. «Cada persona victimizada vive su tema de un modo diferente. Incluso, ante un mismo problema reacciona de una manera diferente en distintos momentos de su vida». Sin embargo, considera que, ante cualquier cuestión que las perturbe, «es muy importante que se les escuche, que se les preste atención cuando están haciendo su relato».
A Enara le tiembla la voz en varios momentos cuando relata la pesadilla que vive desde hace más de 20 años. Ella era estudiante y él «un chico mono». Sintieron una atracción como tantos jóvenes con las hormonas disparadas. «¿A quién no le ha pasado alguna vez?», se pregunta. Tras «tres o cuatro» días, ella no quiso «empezar nada con él». Y ahí comenzó su purgatorio. «Me esperaba en el portal de casa, me decía que si no bajaba iba a violar a mi hermana o darle fuego al coche de mi padre con él dentro. Yo era una cría, y bajaba. Entonces me insultaba o me amenazaba con volverme a pegar si no volvía con él. Un día se presentó en mi clase en la universidad», donde la agredió.
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Un amigo ertzaina le instó a que lo denunciara. Aún tuvo que presentar «casi 20 ampliaciones de denuncia» contra su agresor, al repetirse episodios similares. «Entonces no existía la ley de violencia de género y todo se quedaba en juicios de faltas. Yo renuncié a toda indemnización para no tener que deberle nunca nada, y él se declaraba insolvente y se sentía impune». Al final, ella se «cansó» y huyó a otro país.
Estuvo cinco años fuera de Euskadi. Al volver, rehízo su vida y regresó a su localidad natal. Durante «unos 15 años» no volvió a ver su demonio, hasta que una tarde se cruzaron paseando. «Se acercó a hablarme, y yo me marché. Pero él no acepta un no» y volvió a acosarla. «Cuando me veía, me empujaba, me escupía o me insultaba 'puta', 'zorra'...». Ella lo denunció varias veces. Le impusieron una orden de alejamiento de 100 metros que al menos se saltó diez veces. Yo solo lo notifiqué en cuatro, para no enfadarlo demasiado».
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Pero él se debió de 'enfadar demasiado' la última vez que se vieron en la calle. Fue hace tres años. «Fue ahí mismo», señala Enara en un paseo con este periódico por su localidad. Ella no lo vio llegar por su espalda, por lo que no fue capaz de avisar a través del teléfono 'bortxa', que, entre otras utilidades, permite dar la señal de emergencia a la Ertzaintza y activar su geolocalización. «Él me cogió de la mochila y me zarandeó como un muñeco. Me dio contra la pared y me arrastró por el suelo». Cuando la soltó, ella avisó a la policía. «Cuando llegaron, yo no podía ni andar. Fue horroroso». Desde entonces, no ha vuelto a llevar mochila.
La legislación actual permitió condenar al agresor a menos de cinco años de cárcel. Hace unos meses accedió a permisos penitenciarios de tres o cuatro días y hace unas semanas pasó ya a tercer grado: tiene fijado un horario en el que tiene que estar en casa por la noche, por lo que durante el día, pese a la orden de alejamiento, Enara solo está tranquila con su servicio de escolta. «Llegué a sentirme tan segura, que un día un escolta me dijo que yo había dejado de estar mirando constantemente atrás». Pero este mes llegó el baile de escoltas, y Enara prefirió recluirse en su malestar.
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