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El monte Ceceri, cerca de Florencia, es la meca de los partidarios del disparate. En su cumbre, el 17 de abril de 1506, Tommaso Masini se montó en el ornitóptero diseñado por Leonardo da Vinci, corrió, saltó al precipicio, agitó los brazos y pedaleó para ... mover arriba y abajo, arriba y abajo, las alas del aparato, voló unos metros y se estrelló. Solo se rompió una pierna.
Da Vinci se había pasado treinta años observando insectos y pájaros. Dibujó bocetos de sus vuelos, de los movimientos de alas y colas, escribió dos tratados para explicar cómo vuela un objeto más pesado que el aire. Así desentrañó los principios de la resistencia del aire, del movimiento de los fluidos, del equilibrio, la estabilidad y la dirección que dan las alas. El aire es comprimible, ejerce una resistencia capaz de sostener un cuerpo, «las alas golpeando contra el aire hacen que se sostenga la pesada águila». Los humanos solo necesitaban hacer lo mismo, armados «con grandes y ligeras alas». Una pega: las aves pesan muy poco y tienen mucha fuerza muscular para sostenerse; los humanos tenemos una relación mucho peor entre peso y fuerza. Los artilugios voladores no pueden impulsarse solo con fuerza humana. Ese fue el fallo. Pero Da Vinci fue un genio haciendo dos cosas que deberían recoger todos esos libros de emprendizaje y éxito en los negocios: observar a los pajaritos durante treinta años y convencer a un subordinado para que salte él.
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