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Hace seis meses que murió mi padre y se me aparece en formas cada vez más cotidianas. Me lo encuentro en sueños que ya no ... son desgarradores, sino escenas banales donde nos decimos algunas frases que casi siempre olvido al despertar. Alguna vez en el sueño yo sé que él está muerto pero lo veo actuando con normalidad y me da apuro decírselo, me siento avergonzado por haberme creído el hecho tan absurdo de su desaparición. Tras el golpe, tras el estupor, tras su ausencia incomprensible, parece que poco a poco mi padre ha ido encontrando un lugar. Lo tengo por aquí, en algún recoveco entre el cerebro y el corazón, bañado en tristeza, nostalgia y una angustia lenta y viscosa que sospecho que se queda conmigo para siempre.
A veces lo veo por la calle: delante de mí camina alguien con una fisonomía parecida a la suya y un abrigo que podría ser el suyo. Durante un fogonazo creo que es él, pienso que todo ha sido una falsa alarma, un malentendido cruel que por fin se resuelve, y estoy a punto de llamarlo por su nombre. Solo querría un minuto para abrazarlo y contarle algunas cosas que se ha perdido estos meses, nada extraordinario, la comida por el cumpleaños de un nieto, la consulta que ha abierto S., algún chascarrillo ciclista: siento el apremio de ponerlo al día para que no se siga alejando, para no dejarlo tan solo mientras los demás seguimos viviendo. En uno de los sueños saldé el asunto que teníamos pendiente: aita, le dije, ya me he comprado la bici.
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