En los montes de Gallarta, Carmelo Uriarte se asoma a un cráter ancho y profundo como la desmemoria. La boca mide 700 metros por 400, el fondo queda a 180. «Aquí estaba mi pueblo», dice con 90 años, mirada seria, manos de minero veterano, boina ... ladeada a la izquierda, sangre saturada de hierro. «Pero aquí dónde, Carmelo». «Pues aquí. Donde ahora ves este agujero, antes estaba el pueblo viejo de Gallarta. Descubrieron un filón de hierro y empezaron a derribar las casas». Durante treinta años esto fue el ombligo del infierno, de aquí salían explosiones, polvaredas, rugidos de motores, estruendos de máquinas, gritos y juramentos. Ahora solo se oye su voz: «La vida en la mina era muy jodida, pero era nuestra vida». Él empezó a los 13. Llevaba una patata y dos sardinas al tajo, con eso comían él y su madre.

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Ahora lo homenajean porque desenterró la memoria. En 1986, con el socavón ya clausurado, empezó a rescatar barrenas, taladros y vagonetas del subsuelo. Fundó con sus colegas jubilados el Museo de la Minería, recogieron las historias de niños mineros, de mujeres lavadoras de mineral, de mineros ancianos que cojeaban hasta Portugalete para pedir limosna, de enfermedades, accidentes, huelgas, represiones y triunfos obreros. Uriarte es el último testigo de una verdad férrea: este ombligo nutrió los altos hornos, las industrias, los astilleros, los bancos y los mansiones de la margen de enfrente, la riqueza de Bizkaia creció sobre los hombros de tantos mineros.

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