Dicen que por el subsuelo de Estocolmo circula el Silverpilen, un tren de vagones plateados que muy pocos han visto. Recorre la red de metro de madrugada a toda velocidad y solo se detiene en la estación abandonada de Kymlinge, donde se apean sus pasajeros: ... son muertos errantes. En la ciudad chilena de Temuco oyen el traqueteo y los silbidos de un tren que pasa por las vías en desuso, pero nadie ve el tren. Nosotros tenemos los cercanías de Renfe: el tren que está anunciado y nunca llega, el que se hunde en pliegues del espacio-tiempo y reaparece con cuarenta minutos de retraso, el que se detiene a mitad de trayecto sin ninguna explicación y deja a los pasajeros atrapados entre la furia y la melancolía, meditando sobre el deterioro, la inexorabilidad de la muerte y el desparpajo sandunguero de los gestores públicos.

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Renfe paga campañas publicitarias para anunciar que está comprometida con el desarrollo sostenible y quiere frenar el cambio climático. Sus medidas son tajantes: enferma un maquinista y no tienen personal para suplirlo, se les avería una y otra vez el sistema de señales, se vuelve loco el sistema informático o eso nos cuentan... Llevan tanto tiempo dejando pudrir el servicio que ya el desastre no puede atribuirse a imprevistos sino a decisiones. Los pasajeros se buscan otros medios -por ejemplo el coche- y esto sí que resulta una innovadora estrategia ambiental: la huella de Renfe será cero, en cuanto por fin consiga que no circule ningún tren.

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