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Vino a mi mesa, en el desayuno del hotel, y me preguntó si podía sentarse. Íbamos a participar en el mismo encuentro de mesas redondas durante dos días, así que por supuesto, claro, sí. Me contó que había nacido en las montañas de un país ... centroamericano, hijo de un profesor que llegó a ministro y no tuvo dinero para construir escuelas porque las multinacionales del café empleaban niños pero no pagaban impuestos. Me contó que su papá lo mandó a estudiar a Europa para familiarizarse con los centros del poder, me habló de los prestigiosos despachos para los que trabajó, de sus esfuerzos en Washington para que entendieran que los problemas centroamericanos se convertirían en sus problemas, del presidente estadounidense que iba a recibirlo pero que a última hora se excusó porque debía bombardear un país, de sus intervenciones en foros mundiales. Me habló, me habló y me habló durante cuarenta minutos, no me preguntó nada.
Al final de los dos días de charlas, me dijo que aprovecharía su estancia en España para llamar a diputados y periodistas, me contó orgulloso que los parlamentarios europeos lo temían y rehuían. Y me tendió su teléfono: «Apúntame tu número». Me reí: «No sabes ni cómo me llamo, ¿no?». Era un luchador por una causa terrible y urgente. Lo admiré y me recordó a esos aguerridos tuiteros que se vanaglorian de que la gente deja de seguirlos porque sueltan verdades incómodas, cuando el problema suele ser otro: son demasiado pelmas.
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