Viven ya sin el agua al cuello. Aquel inicio de noviembre de 2011 no lo olvidarán jamás los vecinos de los barrios donostiarras de Txomin Enea y Martutene. El caudal del Urumea se desbordó y anegó por completo la zona y muchos de ellos ... tuvieron que ser rescatados en lanchas. Hoy recuerdan aquel miedo.
Publicidad
Jesús Alcalde | Txomin Enea
Si hace diez años a un vecino de Txomin Enea le hubieran mostrado fotos de su barrio en la actualidad, no lo habría reconocido. Ha cambiado y lo sigue haciendo cada día. «Antes éramos 700 vecinos, ahora somos unos 2.100. En 2011 vivían por aquí unos veinte niños, ahora solo en un portal hay 25», dice Jesús Alcalde» mientras enseña con su móvil imágenes de aquellos tiempos que parecen tan lejanos y diferentes.
Poco queda de aquel barrio de casas antiguas que vivía pendiente de la lluvia. «Aquí residía yo, en un primero que era casi un bajo. Era un edificio de los años 60». Jesús extiende el brazo derecho para mostrar el lugar, pero ahí no hay casa alguna, Solo un parque infantil rodeado de edificaciones nuevas. «Cuando vienen mis amigos a Txomin ya no se ubican, ni siquiera encuentran la farmacia, que ha estado siempre en el mismo sitio».
En ese brazo, el derecho, Jesús se hizo tatuar una fecha en números romanos: VI-XI-XI. Es el día en el que el Urumea cambió su vida y la de su viejo barrio. «Estaba trabajando y al mediodía me avisaron de que había riesgo de riada. Fui a casa y saqué la moto y el coche antes de que llegara la pleamar», recuerda. Lo siguiente fue esperar y observar con impotencia el avance de la devastación. «Estuve viendo cómo subía el agua por el portal escalón a escalón. En dos minutos ya había entrado».
Publicidad
El río destrozó su hogar. «Dentro de mi casa cogió una altura de metro y medio. Se salvó lo que menos vale, lo que se guarda en los altillos porque sabes que lo vas a usar poco, aunque también perdí joyas y muchas fotos, imágenes de cuando yo era niño. Mis amigos entraron nadando y una chica sacó un cajón donde guardaba todos mis papeles y documentos», recuerda. Poco más pudo rescatar de entre el limo que sucedió al agua. «Es traumático, te pones a pensar y ahora qué hago. Al principio yo dije que no volvía ahí, que lo tenía claro, que me iba a otro sitio», afirma Jesús. Pero volvió.
Como tantos otros vecinos, comenzó un periplo que lo llevó a residir en distintos lugares. «El Ayuntamiento nos dejó un piso durante tres meses. Estuvimos después un año alquilados por nuestra cuenta, hemos estado seis años en Morlans de realojo y ahora vivimos en Txomin de propiedad». Jesús muestra las ventanas de su nueva casa, un segundo piso en una vivienda de reciente construcción. «Ya lo teníamos adjudicado antes de las inundaciones en un convenio con el Ayuntamiento porque el nuevo barrio se iba a poner en marcha. En este edificio estamos todos los de la inundación, menos tres familias que llegaron a otro acuerdo».
Publicidad
Ahora que han pasado diez años, Jesús reconoce que aquel desastre tuvo una parte positiva. «Sabíamos que iba a venir un barrio nuevo y las inundaciones lo agilizaron todo. En el fondo hemos salido ganando», dice. Se asoma a la ventana de su sala. Desde allí se ve el Urumea. «Antes era una amenaza, ahora es un paseo chulo. El río se usa mucho». El cielo está oscuro. Es un día triste, de lluvia, de estos que se han repetido esta semana y que en 2011 ponían en guardia a los habitantes del barrio. Todo ha cambiado. Ya no les inquieta una tormenta. «Seguimos preocupados por el puente de los cuarteles, que tiene muchos ojos y es muy bajo, y también por el de Astiñene, pero la lluvia ya no asusta».
Maite Fernández | Martutene
Está anocheciendo y sobre la colonia de El Pilar, en Martutene, amenaza lluvia. Maite Fernández señala una nube oscura, de esas que parece que traen consigo el fin del mundo. «Hoy le he dicho a mi hermana que así estaba el cielo en noviembre de 2011».
Publicidad
Eran tiempos en los que las conversaciones de los vecinos de El Pilar giraban en torno a las inundaciones cada vez que llovía más de la cuenta. Vivían de espaldas al Urumea, mirándolo de reojo, conscientes de la amenaza que representaba para ellos. Medían el paso del tiempo por las fechas de las riadas que les obligaban una y otra vez a empezar de cero. «Es verdad, no me había dado cuenta. Cuando intentamos recordar algo hablamos de antes o después de la inundación», dice Maite.
Las de 2011 destrozaron su casa, un bajo en el que residió trece años. Su piso quedó completamente inundado, de él solo quedaron los muros exteriores. «Estaba sin suelo y las paredes cayeron solas cuando las quisimos tirar». Tardó un año en repararlo y en 2013 se vieron obligados a salir otra vez corriendo. Fue demasiado para ella. «Me mudé a Astigarraga por mi hijas, para que no volvieran a vivir aquello», afirma Maite. Su piso, el de antes, lo tiene alquilado, algo impensable hace una década, cuando nadie quería vivir allí.
Publicidad
La nube es cada vez más amenazante. Hace años, cuando las obras en el Urumea aún no habían empezado, los vecinos se asomaban al río para comprobar su caudal y buscar señales de una inminente catástrofe. «Cuando salían ratas del río sabíamos que venía una inundación. Eran las primeras que huían. Mirábamos hasta las mareas porque sabíamos que con pleamar y el Añarbe a tope no nos íbamos a librar», explica Maite. Eran expertos en la materia, aunque ninguno quería serlo.
Comenzaron las obras pero el miedo persistió. «No sabíamos en qué podrían influir los trabajos en el río. Durante estos años hemos estado temblando, decíamos que estaríamos tranquilos cuando acabaran», asegura Maite. Fueron recelos que fueron desapareciendo poco a poco, a medida que los resultados se hicieron visibles. «La diferencia es abismal, ahora venimos a pasear y a ver fauna y flora». Maite se asoma para contemplar el Urumea. Como para confirmar su tranquilidad, el río discurre plácidamente.
Noticia Patrocinada
El miedo se ha esfumado. Ya no forma parte de las charlas de los vecinos de la colonia de El Pilar. Han llegado nuevos residentes que no conocieron aquellos días Pero los que los vivieron aún conservan en su interior una marca, como las que se hacen en las paredes para señalar el nivel del agua. Maite la tiene grabada y no se la puede quitar.
Noticia Relacionada
«No se me va el odio al olor a humedad», reconoce. «Era olor a fango, a podrido; es algo que me puede, que me repele. Cuando fui a vivir a Astigarraga y abrí un armario, dije que aquello no olía a humedad sino a armario». Tampoco olvida algo que asocia sin remedio al hedor. «Venía acompañado con una sensación de vacío, con un silencio en todo el barrio, era la sensación de que te lo habían quitado todo».
Publicidad
Ha oscurecido. Al final parece que no va a diluviar, pero eso tampoco es que a Maite le importe demasiado. «Hace diez años oía llover y no podía dormir. Ahora oigo la lluvia y duermo a pierna suelta».
Juanjo Pintos | Okendotegi
Frente a su casa, en un poste colocado junto a una pequeña regata, una especie de semáforo rojo sirve para alertar a los vecinos de la inminencia de una inundación. Hace tiempo que no se ilumina, pero ahí está, como recordatorio de lo que puede pasar por improbable que sea. Con los ríos nunca se sabe.
Publicidad
Está situado en el paseo de Okendotegi, cerca de Ergobia, en el límite del término municipal de San Sebastián. Es un conjunto de tres casas asediadas por la autovía y las obras del TAV, entre las que discurre la regata Muntogorri. Juanjo Pintos vive en una de ellas. «En 2011 el poste todavía no estaba puesto. Después ya ha sonado alguna vez», explica.
Él y sus convecinos tienen una larga experiencia en inundaciones. Juanjo recuerda la del 24 de enero de 2004, la de 2014, casi el mismo día, el 25 de enero, y otras que llegaron más tarde, cuando el poste ya formaba parte del paisaje, pero ninguna como la de 2011. «No me lo podía creer, era desolador. Pusimos la barrera en la puerta y el agua subía por las baldosas y por la arqueta. No podíamos hacer nada. Tuvimos que irnos de casa».
Publicidad
Tantas inundaciones fueron dejando en Juanjo el poso de un cierto fatalismo, quizás el convencimiento de que el miedo era un precio que había que pagar para vivir cerca del Urumea. «Sabíamos que lo que iba a ocurrir, ocurría, no había forma de parar nada», dice mientras recorre el exterior de su casa. Él vive en la primera planta. «La de abajo lo tiene peor».
Diez años después
Amaia Chico
F. J. Bienzobas
A medida que camina va señalando lugares. El agua pasó por encima del muro de enfrente, los garajes quedaron completamente anegados por dos metros de agua... «En 2015 me llegaba hasta la cintura en el portal. Apareció una zódiac con gente y yo les dije que el que tenía que venir aquí era el alcalde. Entonces, uno se quitó la gorra y resulta que era Juan Carlos Izagirre», recuerda.
Publicidad
El sonido de la regata camufla el ruido de los vehículos que circulan por la autovía. Es un hilo de agua en apariencia inofensivo que discurre en paralelo a un estrecho camino, pero no siempre es así. «Cuando cae una tromba empieza a bajar agua del monte y la carretera se inunda en cuatro minutos».
Es un peligro que no proviene del Urumea, al que los vecinos de Okendotegi ya no temen. Juanjo agradece la labor de Eduardo Sancho, responsable de obras hidráulicas en Gipuzkoa. «Su trabajo como jefe de obra ha sido exquisito», dice, y extiende el agradecimiento «al Añarbe, que nos avisan con tiempo». Pero le queda un rescoldo de temor. «Estamos mucho mejor, aunque aún no ha llovido tanto como esos días de 2011. Todavía no se puede saber si funciona».
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.