En esta época de terrores tan variados como la pandemia, el cambio climático, la crisis energética, la carencia de suministros, las erupciones volcánicas, los cráteres del metro de Donostia y la biografía de Miguel Bosé, paseo por las montañas calizas buscando protección: busco fósiles de ... erizo de mar.

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Los pastores pirenaicos llevaban estos fósiles en el zurrón como amuleto para protegerse de los rayos. Es el mismo atributo de san Telmo, protector frente a las descargas eléctricas, patrón de Zumaia. Y resulta que el erizo de mar es la única especie que ha sobrevivido a las cuatro extinciones masivas registradas en los acantilados de Zumaia. Ya lo intuían los pastores.

«Qué tendrá el erizo de mar», se preguntaba el biólogo Delibes, «¿buenos genes o buena suerte? Probablemente buena suerte». No sobreviven los más fuertes ni los más listos, sino los que mejor se adaptan o tienen más chiripa. Contra las fábulas de animales y sus repelentes moralejas (la hormiga laboriosa humillando a la cigarra por pasárselo bien; el burro contento de que lo hagan trabajar y le den palizas, cuando ve que degüellan al cerdo que solo se dedicaba a comer) y contra sus equivalentes modernos (coaches, motivadores, columnistas y demás sacamuelas), se alza la verdad del erizo. Los dinosaurios reinaron en el planeta, los erizos de mar sobrevivieron. Estas bolas con pinchos llevan millones de años arrastrándose tranquilamente por los fondos oceánicos, con su notoria falta de ambiciones.

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