El camino del conferenciante está jalonado de modestos desastres. En una pequeña ciudad, solo tres señoras vinieron a escucharme y dos se marcharon en el primer minuto porque se habían equivocado de conferencia. La librería de una capital me pagó por ir a dar una ... charla a la que no asistió nadie; como a esa hora jugaba el acaparador equipo de fútbol local, me ofrecí a volver otro día sin cobrar y por supuesto nunca me llamaron. Tras una emotiva conferencia sobre las familias mineras de Bolivia, un señor me hizo el único comentario: «Para ser un viajero, tienes los pelos mejor de lo que esperaba».

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Ninguno de estos fracasos desalentará jamás a los responsables de comunicación de casas de cultura, editoriales y librerías, porque siempre encontrarán la manera de mostrar el acto en las redes sociales como un éxito de convocatoria: sacarán la foto justo detrás de las cinco cabezas de los únicos asistentes, recortando la desolación sahariana de las sillas vacías; o escribirán una versión maravillosamente editada de la realidad. Pocas tan habilidosas como la de aquella institución cultural que organizó una mesa redonda en Donostia sobre literatura de viajes. Acudieron cuatro ponentes, tres miembros de la organización y dos oyentes, solo dos oyentes: el difunto Txillardegi y yo. La institución publicó una nota que terminaba con esta verdad impecable: «Entre los oyentes había escritores como Txillardegi y Ander Izagirre».

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