Un paseante con paraguas un día de verano en La Concha. SARA SANTOS
Del virus a la guerra

Zona de confort

En el final del verano la luz empieza a cambiar. La atmósfera de septiembre nos devuelve al principio de realidad y nos recuerda la velocidad de la vida

Alberto Surio

San Sebastián

Sábado, 24 de agosto 2024, 02:00

Sin caer en la exageración siempre me ha parecido el final del verano y la llegada de septiembre como el mejor momento del año. Hace más de un siglo, en la Belle Époque era el tiempo en el que las élites tradicionales venían a San ... Sebastián tras pasar los meses más calurosos en lugares de montaña, resguardados y al fresco. Tenían intuiciones aquellos veranantes. Y, claro, tenían dinero. El calor ha bajado y las mañanas despejadas son una verdadera delicia, como una acuarela de la vida slow. Vuelve la bendita rutina después del estrés planificado de las vacaciones. Nos falta el tiempo, pero añoramos a veces la disciplina en el ejercicio físico y en la dieta frente al desparrame alimenticio del tinto de verano y la fritanga. Ensaladita, yogur y 18 grados. Fantástica vuelta a la normalidad.

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Seguimos quejándonos de que el turismo nos agobia, pero caemos a la primera de cambio en la contradicción porque nosotros mismos hemos sido turistas empedernidos este verano por las playas del sur de la Península. Desde esta constatación me propongo ser más prudente y humilde en mis juicios de valor sobre las aglomeraciones turísticas aunque sufro cuando veo a mi ciudad bien diferente a la que conservo en la retina de la infancia. El turismo se ha democratizado y aquel esplendor del pasado aristocrático era pura lucha de clases y la consecuencia de un fenómeno de lujo privativo de los más poderosos. Es como enseñar el moreno y el bronceado del verano como un símbolo de éxito social en la vida pese a los riesgos del exceso de sol en la piel y las manchas que nos inquietan. Amamos el peligro y todos jugamos en el filo de la navaja. Empezamos las vacaciones escuchando el Hymne a l'Amour de Celine Dion junto a la Torre Eiffel en la inauguración de los Juegos Olímpicos y ese hermoso icono ya nos dio un chute de vitalidad. Tocaba cargar pilas y ahora lo terminamos viendo la llegada de Kamala Harris a la Convención Demócrata de Chicago como si fuera una serie de Netflix con una bolsa de palomitas.

Celine Dion, junto a la Torre Eiffel con su Hymne a l'Amour, fue un icono hermoso para iniciar el verano

La liturgia de las vacaciones terminará después del Zinemaldi, así que aún queda tela que cortar. Hay cosas que no cambian y lo agradecemos porque cada vez nos sentimos más vulnerables ante un entorno que ya ha dejado de ofrecernos las seguridades de antaño, ante una tecnología cada vez más disrruptiva y unas relaciones humanas cada vez más difíciles. En las ciudades pequeñas, aunque sean cosmopolitas o tengan esa aspiración, aún se mantienen muchos vínculos familiares y sociales que nos sirven de anclajes. La cotidianeidad es una bahía en la que la pleamar y la bajamar cada seis horas se asemejan a una montaña rusa. Pero es nuestra zona de confort. Paladeamos instantes de ternura, de felicidad o de amargura como si devorásemos unos clandestinos chupitos de tequila en la última espuela del último bar abierto. Todo está ya bañado por la purpurina de la nostalgia. Así somos los baby boomer, unos clásicos empedernidos que damos vueltas al gin tonic como un ritual generacional como si mañana se acabara la función y se apagaran los focos.

El final del verano, junto a la alegría de lo vivido, encierra también un poso de tristeza por el tiempo que transita fugaz y vuela como un pájaro libre. Llega un momento en el que los años pesan como anclas de plomo y pasan con la velocidad del rayo. Septiembre es un recordatorio de todo ello, y condensa muchos sentimientos.

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Los meses también compiten entre sí. Agosto es chabacano y septiembre, más relajado, no defrauda

El ocio disfrutado, la vuelta al trabajo, la belleza y la adversidad, la diversión y la seriedad, las dos caras de la misma moneda, las regatas, el 11-S, la caída de Salvador Allende y el golpe chileno, la Diada catalana y el Festival de Cine, los viajes tranquilos, las cenas sobrias, los pálidos amaneceres nórdicos y los atardeceres tibios de postal del Mediterráneo, componen ese lienzo. En la batalla competitiva entre los meses, agosto tiene bastante mala imagen de marca, aunque exhiba un tatuaje chabacano y provocador y le guste dar voces en los bares. Septiembre, con su punto más relajado, es más discreto. No es nada bocazas. Y no defrauda. Es nuestra zona de confort.

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