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El amor dura tres años. Así se titula el libro autobiográfico de Frederic Beigbeder, las 190 páginas que gobiernan mi mesilla de noche y algo a lo que recurro cada cierto tiempo. A veces, en repetidas ocasiones a lo largo de unos pocos días. Otras, ... mi distancia con él se alarga unos meses e incluso años; pero una y otra vez vuelvo instintivamente a Beigbeder para confirmar que mi punto de mira sigue siendo el mismo.

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Fue un descubrimiento totalmente fortuito. Me habló de el un buen amigo -aquellos que te recomiendan libros y aciertan, por norma lo son- y yo hago exactamente lo mismo cuando siento que alguien de mi alrededor lo necesita: en determinadas ocasiones las palabras de Beigbeder ejercen como una bocanada de oxígeno.

El amor dura tres años. Es algo que hemos oído hasta la saciedad. «Es pura química», afirman con rotundidad. «Con el paso del tiempo la oxitocina disminuye hasta desaparecer». Como si los sentimientos se pudieran cuantificar, como si existiera una norma inamovible que rigiera el curso de las emociones. Defienden que desde el momento en el que damos el primer beso se enciende una cuenta atrás incontrolable, un reloj de arena invisible por el que 'eso' se esfumará pasado un determinado periodo de tiempo. Sin posibilidad de parar, tirar de freno de mano y aplazar ese predecible final.

'Eso' es una pulsión desbordante, una ilusión arrolladora empapando cada arista de tu día a día. La belleza tiñendo lo que hasta entonces era irrelevante: el vuelo desordenado de una gaviota a la deriva, el cielo teñido de una bruma rojiza al amanecer, el repiqueteo de la lluvia contra el parabrisas un domingo gris. El mundo te habla, las letras de las canciones parecen escritas para ti y caminas por la calle dando pequeños brincos escuchando 'Proud of Mary'. Eres un volcán a punto de ebullición, una fuente incesable de oxitocina. Un manantial de dopamina. Solo existe él y y tú. Tú y él. No sientes más que esa energía palpitante, estás enclaustrada en un círculo que no tiene fin y donde tampoco quieres encontrar la salida de emergencia. Instalada en una pompa de jabón impenetrable en la que se disparan mil y un fuegos artificiales por minuto.

Todavía quedan algunos que persiguen revivir ese delirio, que anhelan esa sensación electrizante. Aún sabiendo que quizá a los tres años se esfume. O también puede que su latido no se agote jamás. Al final el amor dura tres años, quince minutos, medio cigarro... o toda una vida. Qué se yo. El otro día una amiga que enviudó hace unos años me dijo: «Estoy harta de comentarios como "aquel quiere con vos, qué partidazo, no seas estúpida". Yo les mando a paseo. Y no lo entienden. Pero yo lo que quiero es volver a enamorarme». Muchos se ríen a carcajadas titánicas y la tachan de inocente, inmadura, como si ese deseo fuera una actitud infantiloide. Pobres de ellos, no saben lo que se pierden.

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