Separarnos es algo para lo que no estamos preparados: nadie nos enseñó a decir adiós-. Poner distancia porque la vida nos lo imponga -recordemos al mundo de la moda despidiéndose entre lágrimas de Virgil Abloh el pasado noviembre tras su repentino fallecimiento-, es devastador. ... Hacerlo por motu propia y no porque la vida te lo arrebate de las manos, levantar muros de hormigón por elección -como la escena final de Casablanca, la despedida más conocida del séptimo arte-, es terriblemente complicado.
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Alejarnos, arrancar de cuajo un vínculo que creíamos indestructible, obviar rincones, esconder cartas, sortear calles -intentando no recordar como rozaba tu cintura en cada semáforo-, dejar de visitar tiendas, restaurantes -en los que pasaban las horas rodeados de varias botellas ya vacías-. Evitar según que música, saludar a según que vecinos. Salir a la calle, sonreir, vivir interpretando un papel a lo largo de semanas -meses, años, y ya no sé cuantos abriles han volado-. Responder un «todo fenomenal» porque ya ha pasado tiempo suficiente. Ser conscientemente hipócrita porque nadie lo entendería. Pasear y parar en seco si te embiste un recuerdo. Sacar las gafas de sol, romperte en silencio, deambular en mitad del bullicio, fingir que no pasa nada, que todo está bien.
Intentar recuperar la normalidad, autoconvencerte –no había otra salida-. Reconocer que las despedidas forman parte del juego -y de la vida-. Pensar que vives a contracorriente -la gente olvida demasiado rápido-, que quizá haya pasado demasiado tiempo. Asegurar que aquello jamás volverá. Asumir la pérdida -acostumbrarte a la ausencia- aprender a vivir con la nostalgia.
No podemos sortear nuestro pasado de la misma forma que es imposible obviar nuestros recuerdos. En cierto modo, nos pertenecen. A veces es necesario volver: rebuscar entre fotos, desempolvar cartas, emborracharte de todo aquello que viviste y emocionarte... No hay nada malo en volver. Es algo natural, orgánico e incluso esclarecedor. Volver también es reafirmar por qué te fuiste.
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