![Cuarenta años del drama de Afganistán](https://s3.ppllstatics.com/diariovasco/www/multimedia/201912/08/media/cortadas/sovieticos-kEuF-U90902959934jAD-624x385@Diario%20Vasco.jpg)
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El cónsul Escipión mandó ejecutar a los oficiales del rebelde Viriato, que lo habían vendido al enemigo, porque, según su peculiar ética, Roma no pagaba traidores. En el Afganistán moderno sería difícil saldar cuentas porque las lealtades mudan con frecuencia y los ... políticos son asesinados sin que se pueda identificar la mano ejecutora. Las últimas cuatro décadas abundan en enigmas sin resolver y culpables que no han respondido judicialmente por sus crímenes porque, ahora, ellos ostentan el poder y gozan de la consiguiente impunidad. La Unión Soviética ocupó el territorio en diciembre de 1979 cuando se había convertido ya en un drama clásico, abundante en magnicidios y masacres de variada condición. Hoy, casi todos los protagonistas de aquella gigantesca operación han desaparecido de escena, incluso la potencia invasora, pero sus consecuencias lastran el futuro del país asiático. La aparición de los señores de la guerra y los talibanes, la endémica inseguridad o su conversión en el mayor suministrador de opio del mundo, son el resultado de una guerra sin fin.
La influencia rusa no llegó hasta Kabul a lomos de aquella inmensa fuerza formada por 1.800 tanques, 2.000 blindados y 80.000 soldados. Un año antes, el Partido Democrático Popular de Afganistán, de ideología marxista leninista, había dado un golpe de estado que pretendía convertir uno de los países más pobres del mundo en una república socialista. La radical transformación exigía elevados costes humanos. Este súbito cambio de piel supuso la ejecución de 27.000 mulás o sacerdotes islámicos y jefes de aldea demasiado apegados a sus costumbres ancestrales.
La sangre manaba dentro y fuera del palacio gubernamental. Mientras el régimen pretendía modernizar 'manu militari' un país sumido en la miseria ancestral, de puertas adentro se libraba una batalla cínica y despiadada. Nur Mohammed Taraki, el presidente, y Hafizullah Amin, primer ministro, representaban dos corrientes enfrentadas dentro del partido gobernante. El segundo alentó un culto de la personalidad del primero y, paralelamente, se libraba de sus acólitos. Al final, cuando quedó solo, se deshizo de él asfixiándolo con una almohada.
La pretensión del estratega era volver a dar otro giro de 180º y convertir a Afganistán en un Estado fundamentalista con el apoyo de Gulbuddin Hekmatyar, un siniestro personaje que ha sobrevivido a todos los vaivenes posteriores. Al parecer, agentes soviéticos intentaron envenenar a Amin y sus médicos rusos, desconocedores de la operación, lo salvaron en dos ocasiones. No esperaron a otro almuerzo. Comandos enviados por Moscú lo liquidaron sin más dilación.
Las tropas soviéticas llegaron, oficialmente, por petición del Consejo Revolucionario formado tras la desaparición de la elite política, en un despliegue aprobado por el presidente Leonida Breznev, uno de los artífices de la larga Guerra Fría. En realidad, las hostilidades ya habían comenzado. Estados Unidos, Arabia Saudí, Pakistán y China, entre otros países, intentaban contrarrestar la creciente influencia de la Unión Soviética en la región armando a los muyahidines, las milicias populares que se oponían al régimen prorruso de Kabul. La propaganda americana pronto divulgó las 'virtudes democráticas' del Frente de Luchadores por la Libertad, una coalición de grupos paramilitares con un abanico ideológico tan amplio que comprendía desde el maoísmo hasta el islamismo moderado. La esperanza de vida de sus líderes era corta. Mulavi Darwood, su coordinador, fue secuestrado y asesinado en Pakistán por el ubicuo Hekmatyar.
La intervención soviética en Afganistán ha sido considerada el Vietnam ruso y no sólo por la implicación directa de las tropas en un conflicto ajeno, sino también por las consecuencias políticas que comportó para el régimen. Pero también existen notorias diferencias entre ambos escenarios.
La atmósfera represiva de la URSS impidió la creación de un movimiento popular antibélico como el que alumbró la ciudadanía de Estados Unidos, bien informada de lo que sucedía en el Sudeste Asiático. La participación en Afganistán era interpretada oficialmente como el apoyo hacia un régimen que pretendía consolidar una vía socialista y luchaba contra las rémoras conservadoras, convertidas en bandas de delincuentes. En realidad, la guerra era un fenómeno lejano, silenciado por la férrea censura, una tragedia cotidiana que sólo padecían las familias de los soldados abatidos y heridos. Pero la clase dirigente era consciente de que las cosas no iban bien. Más allá de comunicados triunfalistas y el relato de heroicidades, el Kremlin pronto comenzó a barruntar que el coste del conflicto era demasiado elevado y la victoria, imposible, tal y como habían aprendido otros invasores, caso de Inglaterra durante el siglo XIX.
Las similitudes entre los dos avisperos, el afgano y el vietnamita, resultan evidentes, a pesar de las diferencias de sus 'partenaires'. Los roles habían cambiado, pero la evolución del conflicto seguía parámetros similares. Estados Unidos no pudo impedir en Vietnam las filtraciones de armas y hombres a través de la Ruta Ho Chi Minh, entre Laos y Camboya, y la UIRSS tampoco consiguió impermeabilizar la frontera pakistaní, base de los insurrectos, protegidos por el presidente Zia Ul-Haq.
El denominado 'efecto Stinger' fue uno de los factores que quebraron la iniciativa rusa en una guerra que se libraba en el aire, sobre escarpadas laderas y tortuosos pasos de montaña. Al igual que habían hecho los americanos en las riberas del Mekong, la aviación soviética realizaba abundantes 'raids' sobre aldeas y caravanas, impidiendo la consolidación de los frentes. La entrada en escena de los missiles tierra-aire Stinger, capaces de detectar mediante el calor a los aviones y helicópteros artillados, rompió rápidamente la superioridad aérea de las tropas.
La ascensión al Ejecutivo en 1985 de Mikhail Gorbachovfue otro factor de mayor calado. La introducción de la 'glasnost' o transparencia informativa proporcionó una panorámica más amplia del conflicto y las primeras voces que se alzaron, de forma más o menos organizada, contra el conflicto fueron las de las madres de los soldados. Su mantenimiento tampoco interesaba al cerebro de la 'perestroika'. La guerra impedía la apertura del diálogo con Occidente y el mundo musulmán, muy hostil con Moscú.
Las negociaciones de París, que buscaban una salida pacífica al conflicto entre el Vietcong y el régimen de Vietnam del Sur, tienen su réplica en las conversaciones de Ginebra, que concluyeron en acuerdos para la retirada definitiva en 1988. A diferencia de la huida precipitada de Saigón, el general Boris Grómov llegó a un pacto con el líder guerrillero Ahmad Shah Masud para una retirada ordenada a través del túnel de Salang, que comunica Kabul y el norte del país. Los últimos 'shuraví', tal y como eran conocidos los soldados rusos en Afganistán, dejaron el país en febrero de 1989.
Rusia había perdido 15.000 hombres y otras decenas de miles regresaron heridos, física y psicológicamente, a un país distinto, que se desmoronaba y los ignoraba. Además, la aparente entente no era tal, sino el preludio de una nueva catástrofe. El Gobierno de Moscú no había reconocido a sus verdaderos rivales y las cláusulas de los acuerdos firmados en la ciudad rusa no atañían a los señores de la guerra. El nuevo escenario les proporcionaba medios y absoluta libertad para combatir tanto al Gobierno local como a sus antiguos colegas, convertidos ahora en enemigos.
El régimen marxista de Kabul estaba condenado, aunque resistió otros tres años antes de capitular. El ministro de Asuntos Exteriores ruso Eduard Shevardnadze había intentado mantener un retén de 30.000 soldados para apuntalar a sus aliados, pero fracasó en el intento. Las tropas rebeldes penetraron en abril y el presidente Mohammed Najibulá fue arrestado, torturado y asesinado. La imagen de su cadáver, colgado de una soga en la plaza de Ariana, anunció los nuevos tiempos de revancha y caudillismo.
No hubo margen para la pacificación. Afganistán siguió una deriva muy diferente a la vietnamita, que alcanzó la reunificación tras el fin de la guerra. La Alianza de los Siete, la coalición gobernante, se fragmentó, víctima de las ambiciones personales. Pronto estalló una lucha fratricida para hacerse con el control. Hekmatyar, esa funesta sombra siempre al acecho, llegó a sitiar Kabul cortando el acceso al agua, electricidad y alimentos, y bombardeando áreas residenciales, aunque no logró su propósito y fue derrotado. En mayo, la capital se hallaba prácticamente destruida.
La aparición de los talibanes, dos años después, fue el último alumbramiento de ese desastre impulsado por la extinta Unión Soviética y los pujantes Estados Unidos. El movimiento creado por el mulá Mohammed Omar en el sur, en el territorio de la etnia pashtun, se alzó como la alternativa al caos. Su pensamiento se basa en una estricta interpretación de la 'sharia' y remite al fundamentalismo islámico que preconiza la línea 'wahabi'.
La imposición del burka a las mujeres era tan sólo una medida más dentro de una ortodoxia feroz con la que combatir la guerra de taifas y establecer una sociedad estrictamente codificada que combatía con saña la injerencia occidental. En su origen y causas, el proyecto se asemejaba a las cortes islámicas somalíes, nacidas para hacer frente a la disgregación de la república africana. Pakistán y sus servicios de inteligencia han sido acusados de propiciar su desarrollo en un intento, una vez más fracasado, de ejercer cierto protectorado sobre el país. Como en otras ocasiones, la política advierte que cualquier intervención en Afganistán se convierte en un búmeran que golpea al lanzador.
En cualquier caso, el avance militar de los talibanes fue rápido y en 1986 conquistaron Kabul. Su represión no fue menor y alcanzó a la minoría chíi, considerada herética para esta milicia de credo suní. Mientras tanto, la necesidad impulsó la virtud perdida de los señores de la guerra, reagrupados en torno a la Alianza Norte, y reducidos a una pequeña área septentrional. El país que los soviéticos y sus aliados quisieron modernizar a través de la educación universal y la liberación de la mujer se convertía, por fin, en Estado relativamente pacificado, pero en el que se habían revertido todo tipo de derechos civiles.
El ideal socialista: La Unión Soviética intentó implementar un régimen afín en un país muy pobre y desigual, donde el 5% de la población controlaba el 50% de los recursos y más del 90% de la población era analfabeta. Los postulados de la Revolución de Abril de 1978 incluían la igualdad entre hombre y mujer, la liberación de cargas feudales del campesino, una reforma agraria y la legalización de los sindicatos, entre otras medidas.
15.000 muertos y decenas de miles de heridos provocó la invasión rusa de Afganistán entre los casi 800.000 reclutas movilizados en el Ejército soviético. Se desconoce el número de bajas entre los contendientes afganos.
El títere sentenciado: El presidente Najibulá, castrado y asesinado por los señores de la guerra, es una figura reivindicada tras décadas de extremismo, violencia y reintroducción de normas que alientan la segregación por sexo y marginan a los más débiles.
La ciudad destruida Hay muchas similitudes entre la invasión de Vietnam por Estados Unidos y la de Afganistán por los soviéticos, pero también notables diferencias. Kabul corrió peor suerte que Saigón. Ambas fueron capturadas por los rebeldes, pero mientras la segunda se convirtió en una gran metrópoli comercial, la capital afgana, la ciudad de los tulipanes, considerada una de las urbes más bellas de Asia, fue destruida sistemáticamente por los señores de la guerra y los talibanes, que expoliaron su patrimonio cultural.
La caída de dos torres, emblema del 'skyline' de Nueva York, sacudió, una vez más, al país, golpeado por acontecimientos que tienen lugar muy lejos de sus fronteras. La oportunidad de penetrar en Asia y alcanzar el Índico se había malogrado para Moscú y ahora Washington parecía gozar tanto de razones como de fuerzas con las que controlar el territorio más indómito del planeta. En 2001 las tropas de los señores de la guerra, reconvertidos en estadistas, regresaron a la martirizada Kabul. Pero en esta ocasión tampoco hubo final feliz, tan solo un amago de democracia y nuevos enfrentamientos.
La historia local parece un drama romano, una tragedia shakesperiana, incluso un mito griego. Como Sísifo, los afganos parecen alzar su piedra y tocar la paz antes de caer de nuevo. Hekmatyar ha vuelto recientemente a la ciudad que acosó en volandas, reconvertido en líder político. En las últimas semanas, el Gobierno de Donald Trump ha interrumpido sus conversaciones con los talibanes en la ciudad qatarí de Doha. Por su parte, los talibanes han acudido a Moscú y Pekín para dar cuenta de sus posiciones y concitar apoyos en la mesa de negociaciones. Los antiguos señores de la guerra se han mutado en gobernadores y productores de amapola, base para el opio y la heroína. El país centroasiático parece condenado a un círculo vicioso en el que los mismos agentes rotan, cambian de posición y maneras, pero siguen participando en su juego cruel. Los traidores locales siguen cobrando.
De soldados a campesinos: Algunos soldados soviéticos fueron capturados por los afganos y salvaron sus vidas tras aceptar su conversión al Islam y la integración en comunidades. El régimen ruso localizó a cientos de supervivientes, muchos de los cuales incluso habían formado familias. El último fue hallado hace tan sólo seis años y las asociaciones de veteranos aseguran que 200 militares permanecen desaparecidos.
El desprecio a los 'afgantsy': Los veteranos rusos del conflicto han luchado porque se les reconozca la misma categoría que los combatientes de su país en la Segunda Guerra Mundial. Los 'afgantsy', como son llamados, quedaron en un segundo plano, social y político, tras la desaparición de la Unión Soviética. Curiosamente, para muchos de ellos la llegada al país asiático supuso el primer contacto con el modo de vida occidental gracias a los productos importados que encontraban en los bazares de las principales ciudades afganas.
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