Excepto a lo que todos sabemos que ocurre con los cucos (que son los 'okupas' del abigarrado mundo del averío) se diría que en todo ... el gran enjambre de los animales salvajes (incluído el de los humanos) uno de sus más inquietantes problemas es el de encontrar su propio nido. Y es que sucede que, aun siendo de bellezas iconoclastas esas noches del estío en las que las estrellas dotan de sortilegios incandescentes hasta nuestros sueños más inverecundos –excepción hecha de algunos seres muy originales como por ejemplo aquel de la primera 'Trilogía del vagabundo' de Knut Hamsun a quien presenta gozando de la dulce quietud, de la paz, y el arrebato de júbilo y afecto hacia toda la naturaleza (y) hasta a las piedras e hierbajos que los considera como 'viejos amigos' esa noche del veranillo de San Martín' en la que huyendo del mundo y sus habitantes para recluirse en la cabaña de la isla siente esa experiencia caudalosa de ese primer vagabundo–; y del segundo –que 'toca con sordina'– y aún más el tercero que consigue llegar a saber lo que es 'la última alegría'. Muchas bandadas de humanos preferimos sin duda encontrar nuestro nido, nuestro lugar de dormición tan necesario para tantos adoradores forzosos del 'claro de luna', aun si fuera con o sin acompañamientos tan sublimes como los que dejaron exhalados los beethoven, mozart, debussy...
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De todas formas si de noches veraniegas, de nidos y estrellas a hablar me he puesto es porque resulta que estas letras me vienen atropelladas a la memoria por cuestión de la camada o acampada de las fiestas que tiene el calendario la costumbre de fustigarnos, que es que asoma agosto y parece como si un gran gigante se hubiere despertado que, al mismo tiempo, me sucede por serme tan personal, que cuando escribo estas letras, mi agenda me recuerda que fue hoy, hace 94 años, que 'gemente et flente' me depositaron 'in hac lacrimarun valle', y, he ahí que, como la gran carrera que superara a cualesquiera otra que la imaginacion creativa humana pudiera soñar y crear, me respingan las mil y una actividades que la volitiva mental humana pudiera trasoñar, amén del acicate de las gentes muchas que se mueven al traspié del sol, de las playas, de esa cierta apoplejia que se nos asoma por las meninges sobre esa necesidad de las gentes muchas y su euforia interior, fiestas y festivales tantas y tantos que dieran en querer superar hasta a algún delirio de lo divino y de la pura mística adentrándose por nuestras soledades imaginativas.
Volviendo a las fiestas tan de estos días veraniegos, se me ocurre imaginar otros recónditos y más serenados lugares en donde dicen que se encontró acomodo, lugares muy contrastados a aquellos en los que lo popular desemboca y hasta se desboca. ¿Será el momento, me pregunto, de esparcir de esa redoma de esencias odoríferas que exhalaban los claustros monacales vestidos de luz fantasmagórica como largas filas de monjes husmeando en horas que nos puedan parecer incongruas el rastro de lo divino en la fe en que se mueven?
Nunca será hora de preguntarle ni al cálido viento solano o a la brisa acariciante, ni al vuelo de los vencejos en el azul en su ronda de enamorados celestes, si ese sentido del creer tiene o no fundamento alguno. Aquí es donde confluyen, sin duda, el todo y la nada. Se supone que, al monje que tiene el hilo del morir como diana augusta, la alegría le nace como un canto vesperal, una balada ucrónica al mismo tiempo que melodía country que se le mezcla entre las barbas, pies descalzosque caminan hacia una dirección fija que intuyen, creen o sospechan que es la conveniente, aunque en realidad ni ellos ni nadie sepamos hacia dónde se encaminan nuestros errabundos pasos.
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Puede ser que todos estemos transportando la mayor mentira del mundo sobre nuestras fontanas de la esperanza, alfaguaras que no desfallecen nunca por la voluntad que se pone en las oraciones de murmurios espontáneas y se mira este vivir ya como agua humilde de clepsidra de esas horas que tan lentas parecen en su discurrir y tan veloces vemos que pasaron cuando sobre ellas colocamos las lentes de nuestro recuerdo y ambas a dos dialogando en el claustro a donde se atreve a penetrar un rayo de sol a eso del mediodía y que se llena de cadencias melodiosas cuando al atardecer, ya pintando de luces la llegada de la noche. Se supone que es ésta la alegría nacida de la necesidad de la esperanza, lo más posible de la sombra de Sacher-Masoch, nazca la alegría en el corazón de los humanos por motivos distintos y si florece la hierba en el pedregal por no se sabe qué misterios de raicillas que persiguen su ser de vida allá por donde ni rastro de ella se percibe, no se le pregunte qué lógica extraña diseña ciertas medidas y formas de la fe que, en ocasiones, llega hasta a asustarnos.
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