El 10 de agosto de 1792, en medio del asalto a las Tullerías, Luis XVI optó por ponerse, con la familia real, bajo la protección de la Asamblea Legislativa. Esta se la otorgó al mismo tiempo que procedía a su deposición. Cinco meses más tarde ... era guillotinado. Fue la primera de las contadas ocasiones históricas en que un monarca recibió tal protección para escapar a una situación difícil. Siempre hubo un mal desenlace. Por eso no es de buen augurio la explicación dada por un dirigente socialista de que al impedir la intervención de Felipe VI en el acto de Barcelona se trataba de protegerle. ¿Proteger o relegar?

Publicidad

El debate sobre lo que es efectivamente un veto se centró en las posibles razones que inspiraron la decisión, cuando esto no es lo más importante. Las declaraciones de los colaboradores de Pedro Sánchez bastan ya para mostrar que fue el resultado de una decisión personal suya, atendiendo a sus propios intereses políticos, convertidos en 'suprema lex'. «Hay decisiones que están muy bien tomadas», ratificó Carmen Calvo. Consciente o inconscientemente, la 'número dos' reveló el fondo de la cuestión: la medida de Sánchez constituye la expresión de su autoridad indiscutible, y como tal ha de ser reconocida por todos.

Desde el punto de vista de la buena salud democrática, lo sucedido es preocupante, aun cuando el comportamiento de Sánchez sea formalmente constitucional. Sin duda Iván Redondo no le ha advertido de que junto a la denotación, en este caso la estricta legalidad del veto, existe la connotación, otro significado o significados que suscita la orden prohibitoria. Desde 1945, los gobiernos de las monarquías intervinieron en múltiples ocasiones para modificar las conductas públicas de los reyes. Lo aquí ocurrido es, sin embargo, una absoluta novedad, al romper el propio Gobierno la discreción obligada en tales episodios, y convertir la prohibición en un acto destinado a realzar la primacía del primero y la dependencia del segundo.

Vox, PP y Cs convierten su enfrentamiento con la izquierda actual en ataque posfranquista al pasado democrático

Una cosa es cumplir estrictamente la Constitución, otra erosionar a una figura clave del régimen político, convirtiendo su neutralidad en impotencia. Nos guste o no la monarquía, y personalmente no me gusta, su titular es el jefe del Estado, y al recibir esa titularidad de una Constitución democrática, ha de ser respetado por quienes ejercen el Gobierno. Sobran las opiniones personales de ministros. Su siembra de juicios peyorativos contribuye a degradar el prestigio del régimen constitucional vigente.

Publicidad

La versión oficial del doble juego político que han practicado presidente y vicepresidente en torno a la monarquía se justifica en nombre de la libertad de expresión. Es algo que no sucede en gobierno democrático alguno, especialmente en el grado militante y de agitación alcanzado por Iglesias y los suyos.

Desde su militancia universitaria, Pablo no ha cambiado, evitando implicarse en todo lo que puede resultarle costoso para sus fines –ahora la pandemia–, mientras elige un terreno de juego que le aporta rendimientos, por desestabilizadores que sean sus efectos. Reine el caos y que yo suba.

Publicidad

El ataque directo a Felipe VI se enmarca en esta estrategia. Ante la ofensiva de Iglesias, el deber inequívoco de Sánchez es frenarla en seco; no lo hará. Desde noviembre, padece el complejo de Esaú. Su pensamiento es limitado, no así su voluntad de poder, y al parecer la subordinación del Rey le resulta indispensable. La táctica de Iglesias en el ataque es la habitual: rompe el fuego un segundón, él lo refrenda a continuación sentenciosamente y los puntilleros rematan la faena, con Assens y Castells desaconsejando que el Rey visite Cataluña. No perdonan su 3 de octubre, esto es, la defensa de la Constitución. Sánchez calla, luego otorga. Sobre el telón de fondo del avance trágico de la pandemia, cabe preguntarse: 'Unde et quo?' ¿Adónde vamos?

La fractura ofrece aún rasgos más graves al otro lado del espectro, en un hecho menor pero ilustrativo del peligroso camino seguido por la derecha, aquí respecto de la memoria histórica. Ayer carecía de sentido desplazar al dictador del Valle, hoy para PP y Cs lo tiene secundar a Vox quitando en Madrid las calles y las estatuas de Largo Caballero e Indalecio Prieto. Fueron, a juicio del grupo de Abascal «auténticos criminales». Por lo que toca a Prieto, difícilmente puede encontrarse un político republicano más comprometido con la democracia y con la libertad a lo largo de su vida. Al asumir la zafia acusación de Vox, PP y Cs dan un paso importante: convierten su enfrentamiento con la izquierda actual en ataque posfranquista al pasado democrático de España, antecedente de la Constitución. ¿Quieren retrotraernos al 36 o al 39? Algo tan irracional como la guerra sanitaria suicida de Isabel Ayuso contra Sánchez en Madrid. De nuevo la pregunta: ¿Adónde vamos?

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

Publicidad