Era su tiempo de los caballos y ahí estaban los dos, su regalo. Un libro de madera, con su bisagra en el lomo y dos tiras de cuero para cerrarlo. Lo abrías y te saltaba a los ojos el galope de dos pottokas, magistralmente labradas. ... De su mano su calor y su fuerza, la inocencia de su mirada, su inagotable capacidad de maravillarse. Caballos de fuego, como el de Mari, esculpidos por un hombre igualmente de fuego. El entusiasmo lo encendía, la indiferencia lo apagaba. Una brizna de hierba le bastaba para volver a encenderse. No me cabe duda: allá donde esté, Koldobika Jauregi sigue galopando.

Publicidad

Ese día hablamos de aquel Tomlinson que transformó las ventanas de Gaudí en máscaras. Doble función de la mirada. Objetos que ocultan, convertidos en herramientas del sortilegio. Maneras de mirar. Interpenetración de materia y forma. El arte nace de esa anomalía creativa. Descubrir que la piedra está hecha de tiempo y silencio, que el bosque crece por dentro, que no es agua ni arena la orilla del mar.

Koldobika, por esos años, descubría el mundo, sin prisa por que el mundo lo descubriera a él. Encuentros decisivos. Chillida más Oteiza. Tokio y Tàpies. Fin del aprendizaje, inicio del viaje interior. Desaprendizaje y deconstrucción. Traducir una mitología en una morfología propia. La piedra que germina un tótem. El cuadro que replica un muro metafísico. Su santuario escondido en Alkiza refracta esa cosmovisión.

El bosque encantado y el poder mágico de la mirada, el 'adur', clave de Ur Mara. Caballos trascendidos por hechizos de petrificación. Marcados por otros signos. El círculo y la cruz. Emblemas de totalidad y revelación. Parecen criaturas oníricas, pero no. Al contrario, nada existe si no se presenta como una imagen. No es decible, es visible. Como una aparición. Para ser, necesita ser vista. ¿Qué nos comunica? Tal vez que la realidad no es aquello que vemos con los ojos abiertos, sino lo que nos habita con los ojos cerrados. La mano del artista abre ese espacio invisible como se abre un surco de tierra. Allá donde duermen las semillas y las formas.

Publicidad

Todo lo que crece en Ur Mara participa de ese juego. El hombre, hijo del niño. Lo dijo Wordsworth, Koldobika lo llevó a su consumación. Los niños, como los dioses, no trabajan, juegan. De ese juego nacen los mundos.

Aquel día, el día del libro de los caballos, nos despedimos con un abrazo. ¿Qué hay más allá? La eternidad del que camina sobre el filo de la luz, o del cincel. Siempre al abrazo de la vida.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

Publicidad