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Resulta paradójico constatar cómo en este tiempo de reivindicaciones identitarias, nos hemos instalado por voluntad propia en la mímesis subsidiaria de los ritos y mitos del Imperio. A tres noches para que se cumpla la de Ánimas sólo los viejos pronuncian Arimen Gaua. Lo que ... se difunde, aquello en lo que todos comulgamos bovinamente, es la celebración universal de Halloween. Calabazas iluminadas, siniestrismo de opereta, disfraces que replican las películas a la moda. Siempre hubo en este tiempo danzas de la muerte, pero las actuales remiten a una pandemia de puerilidad a todas las escalas.
No hace tanto, permanecían vivos rituales de difuntos que no tenían nada de festivos. Se respetaba a los muertos, esta es la clave. Y las supersticiones en torno a su culto singularizaban nuestra cultura. Porque los cementerios no eran vertederos de cadáveres, sino lugares sagrados. Espacios mágicos sembrados de leyendas, imbuidos de una poética genuina.
En la tierra de mis ancestros, la Sierra de Cameros, se decía que cuando alguien visitaba sus cementerios esta noche de Ánimas, por ese tiempo cubiertos de nieve, quedaba sobre el blanco manto como un aura azul. La luz de los muertos. Es la que ilumina las tumbas en la iglesia de San Bartolomé, en Amezketa.
Lo cuentan Joseba Urretavizcaya y Fernando Hualde en su último libro, 'Argizari'. Cada familia su yarleku, con su argolla de hierro, a la espera de las argizaiolas y las opillas. Bizcochos y hachas de luz, cera de abeja negra, ofrendas para iluminar y nutrir a las almas en el reino de las sombras. Sin payasadas, con respeto. El mismo que llevaba a cuidarse de dar tres vueltas a un cementerio esta noche. Sucedía en Lekeitio y Zarautz, en Garai y en Galarreta. A la tercera vuelta un no muerto o un fuego fatuo te salía al paso. En Oñati, el mismo diablo.
Qué ricos en cultura propia éramos entonces, antes de que nos rindiéramos a la estupidizante aculturación de los nuevos ricos y sus ridículos rituales. La muerte como una más de las bellas artes. La muerte como enseñanza, como revelación e iniciación. Un rito de paso de la oscuridad a la luz, hacia una vida más grande. Es esa ambivalencia la que otorga todo su sentido a esta noche de difuntos.
Nuestro problema no es que ya no creamos en nada, sino la patética banalidad de los simulacros con los que intentamos espantar nuestro pánico a la muerte. Convertir una noche sagrada, la de Ánimas, en un carnaval. El Carpe Diem de las verdaderas almas en pena.
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