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Atres días de ponerme en ruta me cruzo con un colega, le cuento que empiezo mis vacaciones cuando él y tantos ya están de vuelta, y exclama: ¡Qué envidia! La más venial de las versiones de esta pasión inconfesable anima a hablar de sus variantes ... más perversas.
Nada mejor que un libro para documentarse, y pocos como el último de André Rauch, 'La Envidia, una pasión atormentada'. Remonta su génesis al pecado original y, enseguida, al que llevó a Caín a descrismar a Abel por la misma razón paradójica que asombraba a Antístenes: «El envidioso no sufre por el mal que le haya causado el otro sino por el mero hecho de que viva o parezca vivir mejor que él».
De paradoja en paradoja, resulta interesante observar de qué manera un pecado capital y sus derivadas tóxicas –la maledicencia, la difamación o el odio–, puede invertirse en una virtud pública. Conocemos el bestiario medieval que representaba la envidia entre serpientes, hasta el juicio de los moralistas de la Ilustración. «La envidia es más patética que el hambre o la pobreza» –escribe Voltaire–, «pues quien la padece, sufre la peor de las miserias, la espiritual». Pero, de pronto, aparece Bernard de Mandeville y su célebre 'Fábula de las abejas'. ¿Qué sucede? La revierte en una pasión útil, pues el envidioso, en su tendencia a emular al afortunado, genera la prosperidad de las naciones.
Con la llegada de las democracias, esa «pasión útil» vuelve a mutar, ahora en una «pasión por la igualdad». Nace una nueva forma de envidia, la que atesta Balzac a su irónica manera: «Al proclamar la igualdad de todos los ciudadanos, se ha promulgado la declaración universal del derecho a la envidia». ¿Sigue vigente en nuestro siglo? Una pregunta retórica, pues bien sabemos cuál es la clave de la sociedad de consumo, tal como se ocupa de recordarnos la publicidad y sus valores dominantes: envidiar lo que eleva nuestro status, la dialéctica del deseo sin fin, nos induce a vivir en un estado de insatisfacción permanente, el idóneo para el mercado.
La envidia no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al talento. A esa declaración de miseria espiritual sigue un sufrimiento estéril, pues sólo lo padece el que envidia, no ya lo que no tiene, sino incluso lo que no quisiera tener, únicamente porque hace feliz a aquél a quien envidia.
Pero pensándolo bien, qué sería mejor, ¿una sociedad de envidiosos u otra de apáticos? Yo, por si acaso, me llevo mi portátil de vacaciones, para hacer como que sigo trabajando.
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