He sobrevivido a la Karakorum Highway. Incluso a la Carretera de la Muerte, la que cruza los Andes a 3.600 metros de altura, ochenta kilómetros de curvas entre abismos, sin guardarraíles. Nada comparable a la experiencia de atravesar montes y valles a velocidad de ... rally con los hermanos García-Velilla al volante para entrevistar a Juan Luis Goenaga, en su baserri de Alkiza, en 1995.

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Lo primero que recuerdo es una imagen onírica: un ángel de melena rubia sobre un columpio colgado de un roble. El ángel sonriente, un ángel de doce años, era su hija Bárbara. Detrás, su madre, Idoia. Juan Luis, a la sombra de otro roble o dentro del que sostenía la viguería de su caserío, tal como lo vi: «una cosa híbrida entre la Factory de Warhol y la cueva de Ekain».

Una sagrada familia rusoniana viviendo en armonía con su entorno, apartada de todo, en comunicación con lo esencial. Un artista à rebours, entre el Action painting y esa molturación de hierbas y raíces –Sustraiak ta Belarrak–. La que licuaba su sabiduría pictórica, entonces, pintando a zarpazos.

Tengo delante la pintura que me regaló aquel día. Pinceladas ocres sobre fondo negro en las que se cruzan la fuerza del látigo y la fulguración del rayo. Negrura de la tierra y de este hijo de Ilbeltza. Sol de invierno. Natura naturans, la naturaleza recreándose a sí misma, caótica, pletórica, indómita. Transfiguración de la materia en experiencia, en danza detenida, en forma. Elogio de la puesta en abismo. Regreso a la semilla. Conjuros de Goenaga.

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Siempre bosque adentro, roble adentro. El que sustentaba aquel columpio, su mundo y su pintura. Ese manantial oscuro donde bebían sus raíces para alimentar sus ramas con los ritos del origen.

Crear para ver o, mejor dicho, para hacer visible la realidad. «El corazón es un ojo, el ojo es una mano. La mano tiene cinco ojos, la mirada tiene dos manos», escribe Octavio Paz en 'La casa de la mirada'. En aquel baserri de Alkiza, de la mano-ojo-corazón de Juan Luis, aprendimos todo lo demás. Contemplar con el mismo rigor un lienzo de Rothko que un espino en flor. Fijar ese instante en que se produce la revelación. Y una vez llevada a la tela, propiciar el sortilegio, también en un instante: aquel en que la obra, lejos de ofrecer respuestas al espectador, lo atrapa fundiéndolo a su textura para convertirlo también a él en una pregunta.

¿Dónde estarás ahora, Juan Luis? Seguro que en aquel columpio al sol, dentro del bosque de tu pintura, roble adentro.

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