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Calle Matía 34. El Antiguo, años 70. En los quioscos apenas dos periódicos. En mi casa, para desayunar, el Herald Tribune, el Frankfurter Allgemeine, Le Figaro, La Reppublica. Con una salvedad: todos eran del día anterior. Los traía mi padre al salir de su turno ... nocturno en el Hotel de Londres. Él podía leerlos todos, había aprendido las cuatro lenguas en sus años de errancia con un pasaporte Nansen, de un campo de concentración italiano hasta Brasil, donde le hicieron una entrevista a toda página que todavía conservo.
Nos contaba sus historias, una novela de aventuras. Primera promoción paracaidista, polizón a bordo. La instrucción justa y, sin embargo, muchas noches abría un Philips de mano, la tapa como altavoz, y nos ponía música clásica. Listz y Giuseppe di Stefano. Sobre todo, el 'Peer Gynt' de Grieg, esa suite sinfónica que reflejaba como un espejo la épica de su vida.
La semana pasada se embarcó en su último viaje y me tocó a mí despedirle a pie de puerto, en el Hospital Donostia. Él ya había entrado en coma, yo llevaba a Grieg en el móvil. Busqué 'La mañana'. Le puse al oído, muy bajito, esa pieza de Grieg que condensa lo que entiendo por morir. Un rito de paso hacia otro renacer.
Se dice que perder a un padre es perder un ancla vital, quedamos a la deriva. Ni por un instante fue mi caso. Hay algo más fuerte que la muerte, y es la presencia de los presuntos ausentes en la memoria de los vivientes. Esa presencia los vuelve aún más cercanos, invisibles, pero palpitantes.
Al compás de su respiración, cada vez más lento, su mano entre las mías, le fui contando lo que le había dicho muchas veces. Ritos de paso, palabras sagradas. De haber estado consciente me las habría discutido. Siempre fue un hombre intempestivo, un inadaptado, al final de sus días condenado a una vida de reclusión por voluntad propia. Pero debajo de esa piel no me cabía duda de que seguía palpitando el padre magnífico, el educador insuperable, el maestro de ajedrez que no quería hijos peones, ni afiles, ni caballos. Solo reyes de sí mismos.
«Ha llegado la hora de separarnos» –escribe Platón en su 'Apología de Sócrates'–, «yo para morir pronto, vosotros para seguir viviendo. Decidme, ¿a quién le espera un destino mejor, a mí o a vosotros?». Dos mil años después la pregunta sigue sin respuesta. Mi padre, sin duda, la habría contestado: «No, se está mucho mejor vivo». Esa mañana, con 'La mañana' de Grieg en el oído, comenzó a descubrir que morir es seguir viviendo.
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