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Apenas quince años separan los dos manifiestos fundacionales de la modernidad: el futurista de 1909 y el surrealista de 1924. Del primero surgiría el culto ... al vértigo de la velocidad, a la revolución tecnológica y hasta a las autocracias. Del segundo, la inmersión en el inconsciente, la ruptura del relato, la provocación por la vía de la convulsión. Cabría preguntarse si el mundo de hoy avanza o se disloca dentro de esa bisectriz, como si acatara un guion entre futurista y surrealista, entre lo onírico y lo delirante.
Dos guerras demenciales, la de Ucrania y la de Gaza, ambas originadas por un cruce de sinsentidos, y ahora otra más digna del teatro del absurdo. Donald Trump declara la guerra comercial al planeta. En el siglo de la globalización vuelve el proteccionismo, pero también el vocabulario del pánico: de la recesión a la estanflación, estancamiento e inflación. El perfecto oxímoron de la locura ambiente. ¿Qué está sucediendo?
Lo ilustran un par de secuencias de 'Un perro andaluz', la película de Buñuel y Dalí que tradujo al celuloide la transgresión surrealista. En la primera, dos imágenes: una nube atraviesa la luna llena, la nube se transforma en un ojo humano y la nube en la navaja que lo rasga. En la segunda, una mano agujereada, se diría purulenta, de la que emerge un enjambre de hormigas. ¿Cuál estremece más? Las dos por igual. ¿Y por qué? Porque en ambas vemos algo más, lo que no queremos ver, lo pulsante y operante en una escala profunda.
Nuestra manera de escondernos de esta subrealidad amenazante –lo propio del surrealismo– no puede ser más futurista. Justo eso que se prioriza en nuestras escuelas, las asignaturas STEM -ciencia y tecnología-. ¿A quién le importan las humanidades, si no 'sirven' para nada?
Tenemos, entonces, un grave problema de visión. Visión propia cero, nula visión interior –es peligroso asomarse–. ¿Visión de futuro? Imposible con los ojos cerrados. Un mundo de ciegos simultáneamente aterrados y eufóricos. Hiperacelerados sería la palabra. Y la consigna: el que piensa, el que se detiene, pierde.
En su último libro, 'El plan maestro', Javier Sierra comenta la fascinación de Dalí por un tríptico de El Bosco, 'El jardín de las Delicias'. Veía en el estanque central el ojo de Dios. «Por eso muchos visitantes se sienten observados mientras lo contemplan». Sin ser conscientes, detectan otra mirada. Precisamente la que más nos urge recuperar. El mundo es un espejo, lo que vemos alrededor es nuestro rostro.
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