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Escribo en vísperas de la final de la Eurocopa. No me pregunto cuál será el resultado, sino todo lo previo. Qué hay detrás de este fenómeno sociológico de exaltación colectiva y sus mundos paralelos. Allá donde un ciudadano puede mutar en un patriota o en ... un energúmeno lloriqueante, un periodista en un predicador, y un futbolista en un héroe nacional.
Tengo delante esa portada de 'L'Equipe' en la que, sobreimpresa a la foto de los Blues, mostraba una soflama de claras connotaciones belicistas. Aquel 'No pasarán' con que el ejército republicano español plantó cara al franquista. La mixtificación no podía ser más perversa: su selección presentada como una 'République' en armas, frente a una España identificada con la Dictadura.
Merecían el 'Ya hemos pasao', hasta la comparativa burlesca entre las dos tortillas nacionales. Con más o menos huevos por medio, el planteamiento nacionalista me parecía tan socorrido como la derivada buenista y su apología de los hijos de la inmigración, o del desprecio, tanto da cifrada en el nuevo genio del fútbol, Lamine Yamal, o en el astro declinante, Kylian Mbappé.
Vino en mi ayuda un libro interesante. En 'Peut-on encore aimer le football?', Robert Redeker estudia la evolución de este deporte entendido como una regresión civilizatoria y, al mismo tiempo, como una religión posmoderna. ¿Por qué posmoderna? Porque, tal como dicta la posmodernidad, hablamos de un culto reducido al espectáculo cuyo único mensaje trascendente, el más venial, apunta a la sacralización de la diversión y el espectáculo permanente.
Elevado a su escala nacional, bajo la cobertura de una comunidad de lealtades y su comunión balompédica, qué fácil difundir un credo redentor de todas nuestras penas, simultáneamente miope y de larga visión. Poco importa que el futbolista ya no sea un mero deportista, pues el culto al individuo le obliga a convertirse en un showman, atento a su imagen y a su valor de mercado. Si el fútbol fabrica ídolos de manera industrial, en una Eurocopa se desatan las pasiones idolátricas más atávicas, las tribales, las de esa religión neopagana en la que Europa se celebra a sí misma.
Durante estos días la guerra de Ucrania, la crisis de los inmigrantes, los escándalos judiciales en curso y todo lo demás, no se han contemplado sino como tediosos preámbulos para la misa diaria ante la pantalla. Amén, hermanos. En la nación-balón que nos ocupa, si Dios fuera un cíclope, su ojo sería un balón. Y España su Tierra Prometida.
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