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Como si mojáramos su legendaria magdalena en la taza de té en busca del tiempo perdido, así acudimos a visitar la expo del año. 'Proust ... y las artes', en el Thyssen. Retratos, paisajes, paraísos perdidos y recobrados, pero, sobre todo, un juego de miradas.
La de Proust reflejada en los artistas que pintaron su mundo. También la de los elegantes que dieron cuerpo y alma a sus personajes, como la condesa de Noailles pintada por Zuloaga. Y una mirada más, invisible pero pulsante, la de otro vasco, el que le servía junto a sus platos predilectos las minuciosas informaciones que alimentaron su comedia humana.
En su novela lo enmascara bajo el nombre de Aimé, el maître del Grand Hotel de Balbec. En realidad, se llamaba Olivier Dabescat Ithurbide, nacido en Biarritz, y ejercía idénticas funciones en el Ritz de la plaza Vendôme. Por su salón Pshyché –más freudiano imposible– pasaba la crema de la Belle Époque. Marcel Proust, el que se acostaba temprano, llegaba a última hora de la noche. Un reservado, la chimenea siempre encendida, incluso en verano, porque siempre tenía frío.
Allá estaba Olivier, presto a responder las mil preguntas que le formulaba el autor de 'Los placeres y los días'–también de 'Sodoma y Gomorra'–. Con quién cenó la princesa Bibiesco, qué nuevas víctimas habían seducido las temibles Liane de Pougy o Emilienne d'Alençon, conocidas, por razones obvias, como las 'Horizontales'.
Dabescat, el hombre de los cien ojos, se lo contaba todo acerca de aquella caja de títeres. Proust convertiría esos títeres en personajes inmortales. El barón Charlus, Swann, Odette. Escritos a dos manos. Desde la mirada cinegética de Dabescat a la literatura del 'pequeño lobo', Marcel Proust.
Y entre ambos, la mirada de Zuloaga en la pintura más proustiana de la exposición, la de la condesa de Noailles. ¿Por qué? Porque tiene mucho de los impresionistas que fascinaron a Proust, pero mucho más de esa precisión en el detalle, la exquisita armonía cromática, la pincelada del propio Proust.
Hay una escena de las memorias de Dabescat que los retrata a los tres. «Olivier, hazme el placer de sentarte», dice Proust a quien le sirve. «Oh, señor, no me importa», responde Dabescat, «llevo treinta años en pie».
En pie trabajan el pintor y el mayordomo. En pie sigue trabajando nuestra mirada en el Thyssen ante el festín visual del mundo que Proust escribió. ¿Sentado? No, tendido en su cama, como si lo hiciera sobre la paleta de Zuloaga, con el paladar de Dabescat.
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