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Treinta años y seis días. Los treinta años son los que se cumplirán en 2025. Remiten a aquel 4 de noviembre de 1995 en el que fue asesinado Isaac Rabin a manos de un extremista judío, en la Plaza de los Reyes de Jerusalén, poco ... después de entonar la Canción de la Paz. Los seis días pusieron nombre a la fulminante guerra árabe israelí en la que el mismo Rabin ejerció como comandante en jefe. Sucedió mucho antes de que imprimiera un cambio de rumbo a su diplomacia, ya como primer ministro, hasta firmar los Acuerdos de Oslo a favor del reconocimiento de los dos estados. Un reconocimiento que le costó la vida.
Treinta años y seis días, el tiempo de una generación. Un ciclo de violencia que no cesa, con demasiados cómplices. En otro noviembre, el de 1947, una ONU recién nacida adoptaba el plan de partición de Palestina en dos estados. Uno fue proclamado a los pocos meses, se llamaría Israel. El otro, sigue esperando.
En un tercer noviembre, ahora en Argel y en 1988, la OLP declaró de forma unilateral la independencia de Palestina, ocupada por Israel desde la Guerra de los Seis Días. En 1994, en los Acuerdos de Oslo, Rabin concedió establecer la Autoridad Nacional Palestina como un ente transitorio, y la vía del reconocimiento dio un paso de gigante. En 2012, sesenta y cinco años después de que acordara su creación, la ONU le concedió el sicalíptico rango de «Estado observador no miembro». Un Estado fantasma, que observa, pero no existe. Sin embargo, fuera de esa Asamblea, nada menos que ciento treinta y cinco de sus ciento noventa y tres estados miembros lo habían reconocido plenamente. Dentro de la UE sólo uno: Suecia. El resto, incluido el nuestro, no ha pasado de declaraciones formales en sus parlamentos, pero no desde sus gobiernos. ¿Qué lo impide?
La cobardía de Europa, presionada por un amigo americano que, mande quien mande en la Casa Blanca, sigue juzgándolo 'prematuro'. Por supuesto, la intransigencia radical de Hamás. Y su espejo en Tel Aviv: aquel Benjamín Netanyahu que llamaba a abuchear a Rabin por haber firmado los acuerdos de Oslo. El mismo que mantiene a Israel en la ilegalidad, insensible a las prescripciones del derecho internacional en todo lo que afecta a los territorios ocupados.
En Oriente Próximo, un statu quo letal. En Europa, una pasividad indecente. Los dos Estados políticos fundidos en uno sólo anímico, el del odio mutuo. Nunca Hamás, escribí el pasado martes. Este también me cabe en dos palabras: Tampoco Netanyahu.
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