Sin esperanza alguna de que ni siquiera piense que a su debido tiempo tenga suficiente vida como para poder consultar sus primeras cifras (o primeros ... días), lo cierto es que he visto el calendario del año 2022 en el escaparate de una librería, y de una manera que ahora la califico de absurda, sin pensar más lo he comprado. ¿Ha sido un acto reflejo de no se sabe qué reflujos que se nos arborecean en las mismas entrañas del ser o en sus discutibles peleas de conquistas mentales a pie enjuto? O, yendo más allá en nuestras alquitaras pensativas, ¿es no más que algo como una caminata en el mundo de lo abstruso, el bajel cara a la derrota de las olas sin patrón que sepa dirigir y utilizar el pañol sin lección previa? ¿O, es que más allá de lo sabido o supuesto habita el recóndito ogro de siempre bien arrellanado en su sofá recitando en lo íntimo su declamación tan personal de aquel versificar esproncediano en la que se conjugan 'la isla en reposo en medio del mar de la vida y en donde el marinero allí olvida la tormenta que pasó, allí convidan al sueño aguas puras sin murmullo, allí se duerme al arrullo de una brisa sin rumor', que lo cierto y más incomprensible es que ya he comprado el calendario, he visto que el venidero año comienza un sábado y me quedo con el ánimo flojo. Me quedo tronchado de si este billete para mi pequeño futuro servirá para algo... que faltan solo dos meses para el uso de este calendario, y ¡qué cerca para muchos y qué lejos tan lejos para mí!
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Nada como las frases. Para todo. Por ejemplo, para cuando arrecia el mal de la soledad que se dice que es la salsa de muchos enjuagues y enjundias en las que se diluyen nuestras mentes y dan como triste resultado alguna de las muchas enfermedades corporales, dícese que la mayoría de ellas neuronales. En un tiempo aquel, el del recuerdo imperecedero del camino desde la juventud a la madurez, al ver el quieto retozo de un anciano en el banco del parque que era como si estuviera asistiendo a la espera del bulto con destino apuntado en sus cándidos ojos de paloma ya cansada para su última vuelo y veo hoy la misma imagen con su misma calmada presencia y reparo en que la sola diferencia entre una y otra figura está en la persona misma y no en otra característica alguna: que la distorsión me muestra que la persona ya no es él y que esa persona ya, soy yo, y veo pasar una furgoneta Emaus y siento como un leve latir de mariposillas de alas de polvo ahí por donde el estómago moltura grasas y proteínas como también sueños y melancolías.
Me parece que antes del Covid se besaba más, pero una reducción aún, la de ahora cuando la sombra de la pandemia va destiñéndose, lo agradecerán mucho las féminas, sobre todo aquellas obligadas a corresponder a las costumbres sociales mejilla contra mejilla. Por otra parte, la historia de los besos tiene una dilatada excursión por trochas de veredas tan distintas, alguna tan traidora como el de Iscariote; otro, como el de la copla que nos narra cómo uno de amor no se da a cualquiera: o, aquel otro que nos dice que 'el beso es una sed loca que no lo apaga el beber, porque es la sed de otra boca que tiene la misma sed'.
Lo digo a propósito de una especie de reportaje que leía en uno de estos periódicos de todos mis días sobre el tan visible desmoronamiento de la fe católica en nuestra sociedad actual. Háblese no importa por causa de todo tipo de gentes, bien sea por aumento de ateos, agnósticos, no practicantes, incrédulos, no milagreros, poco soñadores o nada visionarios, gentes que están de vuelta de tantas aventuras..., viandantes de aceras comunes con los que se encuentra uno. Y si de conocidos se trata, ni soñábamos siquiera, que la preocupación bomba preparada era una especie de tridente disparado por fusil submarino que tenía que ver con el 'y más después', el futuro lindando con las pistas al infinito, un pomo de dudas recogido con paciencia entre las grietas de un seminario cabe el recuerdo de la voz plisada del profesor de catecúmenos desde el plinto convertible en púlpito que se quedaba como un apéndice falto de oradores ardientes que catequizaran muchedumbres en aquellas tardes de siete palabras y serenidad crucífera, y como mueble antiquísimo retirado en un vano eclesial. Pero en esto que ahora más me recalca es que leo que viene de Francia otra gran ola que parece que sobrenada sobre el mismo sigilo sacramental de los confesonarios que, a algunos nos puede hacer recordar aquel filme de 1953 'Yo confieso', de un tal Hitchcock con M. Clift y A. Baxter, que de ocurrir lo que la Justicia francesa exige, es posible que corran peligro algo más que esos muebles de celosías.
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