Martín Ramírez visitaba todos los meses la librería Panamericana de Bogotá para hojear Miroir du Cyclisme: miraba las fotos de Hinault, Lemond, Fignon, todos esos campeones, y devolvía la revista al estante porque no tenía plata. Solo una vez la compró: porque traía un póster ... de Hinault que colgó en su cuarto. Un poco más tarde, a sus 23 años, Ramírez aterrizó en Francia con otros cinco ciclistas aficionados colombianos, convocados a última hora para correr la Dauphiné de 1984 contra los mejores del mundo. No sabían lo que era la Dauphiné y nadie sabía quiénes eran ellos. Tuvieron que comprarse culotes y maillots en una tienda. La víspera de la carrera les prestaron unas bicis, de tallas azarosas, y Pacho Rodríguez voló: ganó dos etapas de montaña descolgando a Hinault, se vistió de amarillo... y abandonó con las rodillas inflamadas. Hinault, inflamado pero de orgullo, se lanzó a una escapada alpina de 170 km para conquistar su cuarta Dauphiné. En el último puerto, Ramírez apareció entre la nieve (en la primera vez de su vida que vio nevar), rebasó al ídolo que tenía en el póster de su habitación y le ganó la carrera.

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Ramírez, fichado por el Fagor, vivió en 1986 en el barrio donostiarra de Lorea. Solo recuerda el frío, la lluvia, la caída que truncó su temporada, la melancolía y algún encuentro con Hinault: «Él venía a darle la mano a Lucho Herrera, yo le decía 'bonjour', pero no me reconocía. No distinguía al colombianito que le ganó una Dauphiné».

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