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Enver Hoxha sospechaba que todo el mundo le tenía envidia al paraíso que había construido en Albania, ese país de gente desnutrida, reprimida, espiada, condenada a años de cárcel, torturas y trabajos forzados por decir que las bicicletas yugoslavas eran mejores que las albanesas, ese ... país que se jactaba de preservar los ideales comunistas contra el imperialismo capitalista y contra el revisionismo soviético y chino. Para protegerse, Hoxha sembró Albania con miles de búnkeres tipo champiñón, que aún se ven en playas, montañas y ciudades. Después de tres o cuatro días, es poco probable que un visitante diga con sorpresa: «¡Oh, mira, otro búnker!».
Los champiñones brotan de un subsuelo siniestro. Los vecinos de Gjirokastra, coqueta ciudad otomana, descubrieron en 1991 que debajo del castillo y las callejuelas del bazar serpenteaba un refugio antiatómico de ochocientos metros con habitaciones para doscientos miembros del Partido. Desde los templos griegos de Apollonia se ven las galerías que cobijaban tanques en las montañas; en la bahía de Porto Palermo se abre la boca de un túnel donde se refugiaban los submarinos; y en pleno centro de Tirana visitamos la sede de la antigua policía secreta y otro refugio antiatómico en el que ahora se exponen, crudos y documentados, los crímenes del tirano. Al salir al patio, un panel recuerda que tras la dictadura nunca hubo juicios y que por eso exhiben fotos de los altos cargos. Para exponerlos, al menos, a la luz.
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