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En el borde de los abismos, qué le voy a hacer, no doy mi mejor imagen. En el circo de Delika clavaron un balcón que se adentra en el vacío para que la gente se asome a un precipicio pavoroso de trescientos metros, por donde ... salta el río Nervión. Una pareja de montañeros caminaba por el balcón, apenas sostenidos en el aire por una fina rejilla metálica, se sacaban fotos, se reían. Yo di tres pasos hacia la barandilla, sentí la succión del vacío a mis pies y se me encendió una electricidad en los testículos que me subió por el abdomen hasta rebotarme en la bóveda del cráneo. Ahogué un gritito muy poco viril y retrocedí inmediatamente, medio en cuclillas, en carrera gallinácea, con una urgente necesidad de sentirme pegado a la tierra firme.
La psicóloga Jennifer Hames estudió «el fenómeno del lugar en alto», el impulso de saltar que algunos sentimos en balcones o acantilados, y concluyó que esa fantasía terrorífica no tiene nada que ver con tendencias suicidas sino todo lo contrario: refleja «sensibilidad a las señales internas de peligro» y una «fuerte voluntad de vivir». Así que en el balcón de Delika retrocedí heroicamente, impulsado por todos los pánicos que ayudaron a mis antepasados a sobrevivir. Porque navegar hasta las islas de las Especias y dar la primera vuelta al mundo está muy bien, pero salieron 240 tipos y regresaron dieciocho. Mi tatarabuelo debió de ser el que se escondió en un tonel del puerto y vio por una rendija cómo zarpaban las naos.
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