Durante los años 60 y 70, miles de jóvenes occidentales emprendieron una larga marcha para sumarse a la construcción del 'hombre nuevo' de la Revolución china. Estudiantes e intelectuales empachados de ideología viajaron a un país del que apenas nada sabían más allá de lo ... leído en los impresos ciclostilados de los partidos maoístas, muy dinámicos tras mayo del 68, y con el 'Libro Rojo' como catecismo de bolsillo.

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De aquella ilusionada experiencia participó Annette Wieviorka, historiadora internacionalmente reconocida por sus investigaciones sobre el Holocausto. En unas recientes memorias en torno a sus 'años chinos', la hoy septuagenaria describe con serenidad barnizada de viva emoción lo que vio y lo que vivió en el gigante asiático del que −asegura− los occidentales solo percibimos la espuma: ni entonces ni ahora se puede penetrar fácilmente bajo la corteza de una sociedad rígidamente dirigida.

Ejerciendo como docente de lenguas extranjeras, descubrió un sistema educativo que funcionaba a la manera de troquel de sujetos seriados conforme a un arquetipo ideal, disciplinado y devoto a la causa del hoy centenario Partido Comunista. Porque todo se establecía según 'modelos': enseñanza modelo, construcciones modelo, obreros o campesinos modelo, niños modelo... La materia moldeable como clave ontológica de lo humano.

Los corazones muy raras veces se abrían al extranjero. Los estudiantes no manifestaban curiosidad ni interés por la vida en los países de los cooperantes, jamás preguntaban sobre lo que había más allá del 'paraíso comunista'. Y la comunicación humana se veía entorpecida por un uso protésico del lenguaje mediante fórmulas hechas o frases codificadas. Cualquier propuesta para favorecer la expresión, la expansión, la creatividad del alumnado recibía el tajante rechazo de los dirigentes. La iniciativa individual quedaba ahogada en su matriz. «Aprender a no ser, a no construirse como individuo, era la única preocupación del sistema», certifica una desencantada Annette.

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Cierto es que la China de hoy se parece poco a la de hace cincuenta años, pero la estructura de poder del maoísmo permanece: quien intente desarrollar un pensamiento autónomo o insinúe la menor sombra de sospecha sobre la perfección del 'modelo chino' cae en desgracia. Y a quien se arrogue la posesión de una palabra propia se le condena al silencio. Lo distintivo respecto a los tiempos de Mao es que el control de la voluntad ya no es solo ideológico sino, cada vez más, también tecnológico.

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