Estos días han vuelto a las páginas de actualidad antiguas imágenes de balcones en fechas triunfales. Por un lado, el de la sede madrileña del PP en las elecciones ganadas por Aznar, como ilustración del glorioso pasado de un edificio que pronto entrará en almoneda. ... Por otro, la investidura de Carlos Menem, recién fallecido, arengando ante un mar de banderas en su investidura presidencial de 1989. En uno y otro caso, el mensaje lanzado desde los balcones fue que España y Argentina iniciaban sendos procesos de 'modernización'. Palabra talismán en boca de quienes, como Aznar y Menem, se erigirían en paladines de la política neoliberal de los años noventa, con su estela de privatizaciones, de debilitación de lo público, de darwinismo social, de corrupción... Dos décadas después, corresponde a la historia hacer juicio sobre aquellas experiencias.
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La modernidad surgía hace cinco siglos al liberarse las potencialidades de la inteligencia humana, lo que hizo posible el desarrollo de la ciencia para el beneficio común; la promoción de la razón y de la educación, de la libertad de pensamiento y de expresión frente a supersticiones y verdades reveladas; el aumento de los intercambios; y en el ámbito político, el advenimiento del liberalismo y de la democracia que abrieron a conquistas sociales que hoy disfrutamos.
La modernidad es siempre crítica respecto a la modernidad misma y por ello es conveniente analizar su envés, allí donde las luces se transforman en sombras: la depreciación del ser humano a la categoría de medio y ya no fin en sí; la conquista y pillaje del planeta; el imperio de la racionalidad cuantitativa y la religión del dinero; la perpetuación de desigualdades sociales, la esclavitud y los genocidios; la carrera de armamentos, el desencanto democrático y el vacío espiritual; el individualismo egoísta y la competición generalizada.
Hoy, modernidad, posmodernidad o hipermodernidad, según prefieran, son etiquetas para un tiempo en el que la civilización avanza vertiginosamente hacia quién sabe dónde. En todo caso, una modernidad carente de ilusiones. Podríamos reflejarlo en la progresiva ausencia de balcones, que tantas escenas de esperanza política protagonizaron, ahora sustituidos por ventanas virtuales, las pantallas, por donde asépticamente asoman los vencedores electorales en cuyos discursos raramente aparece mencionada esa idea optimista. Será que hemos asumido ya plenamente que, como dijera Dalí, guste o no, nadie puede evitar ser moderno.
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