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Atarse los cordones

Atarse los cordones

A la última ·

Sábado, 2 de mayo 2020, 00:07

¿Se acuerdan? Primero un nudo simple, luego una lazada, rodeamos con el otro extremo, lo pasamos por el hueco que queda entre el primer nudo y la lazada, tiramos despacio y apretamos un poco, como para asegurar la resistencia del invento. Listo. Y de pronto, en medio de la tormenta, una acción que de tan cotidiana la tenemos mecanizada hasta el extremo, hasta el punto de no percatarnos ni de que la llevamos a cabo, cobra otro sentido.

Desde luego, es mi caso: vivo descalza, trabajo en pantuflas, hago la cama en calcetines y, cuando no me queda más remedio que salir a la farmacia o al supermercado, recurro a unas zapatillas viejas que, como ya se han dado de sí, entran solas -sin necesidad de desanudar unos lazos que debí atar varios meses atrás- al mínimo contacto con mis pies.

Santiago Alba Rico dice que ir desde su escritorio hasta la cocina de su casa «es el viaje más largo posible porque es un viaje en el tiempo; un viaje de vuelta al tiempo, donde las cosas cristalizan, duran y se transforman lentamente». En este sentido, atarnos los zapatos se convierte en una promesa: en la antesala de la primera rutina recuperada, en el primer síntoma de que las libertades irán regresando, de que volveremos a tocarnos tan de cerca como hoy percibimos la textura, por un tiempo olvidada, de los cordones. Este ritual -sacar las deportivas del armario, quitarles el polvo, ponernos otra vez los calcetines blancos, calzarnos y, por último, hacer dos lazadas simétricas- nos devuelve de golpe a la realidad, saca nuestras narices de las pantallas que nos rodean y nos prepara para recibir de nuevo el aire, el sol, la tensión en las piernas y el movimiento, ahora oxidado, de nuestras rótulas.

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