Ha sido tan desesperante el modo en que el coronavirus se ha cebado en nuestros mayores, tan dolorosa la experiencia de no poder despedir adecuadamente a los fallecidos, que no es de extrañar que muchas personas necesiten la ayuda de psicólogos y otros expertos para ... asimilar la pérdida, para elaborar interiormente las despedidas que no pudieron consumar. Con todo, y sin menoscabo de tanto dolor irreparable, que se haya detenido el mundo para evitar el colapso sanitario y para proteger principalmente la vida de nuestros mayores me parece, a pesar de todos los problemas suscitados, altamente esperanzador, una expresión mundial de humanidad que no sé si estamos valorando lo suficiente.
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Aún así, y cuando tanto se habla de vivir bien el duelo por los difuntos, hay aspectos paradójicos que no deberíamos esquivar. Pienso en la enfermera de una residencia de ancianos comentando que quienes más quejas y pesar mostraban por sus parientes fallecidos eran quienes menos solían acudir a visitarles. Como si hubiera cierta desproporción entre el impacto que produce la muerte y las atenciones prestadas en vida. Recuerdo también, en una despedida civil realizada en un ayuntamiento antes de esta crisis, cuánto calor y cariño flotaba en torno a las velas, canciones, fotos, flores y recuerdos con que se despedía al difunto, sin que nadie aludiera a la inmensa soledad en que había vivido su deterioro final. ¡Si le hubiéramos anticipado un poco de todo ese cariño póstumo tal vez se hubiera muerto más reconfortado!
No creo que sea una peculiaridad vasca ni española sino universal la de prestar mucha atención a los muertos y ensalzar sus virtudes acentuando los recuerdos positivos y silenciando sus defectos. Supongo que está muy bien quedarnos con lo bueno de la gente, todos lo hacemos. Pero tampoco estaría de más que no esperáramos a la muerte para expresar nuestro aprecio hacia familiares y amigos que puedan necesitar nuestra ayuda o nuestra presencia. Si no fuera macabro el recordarlo, evocaría el desparpajo con el que algunos familiares con quienes se había perdido el trato de mal modo acudieron, hace ya un tiempo, al domicilio familiar del fallecido, aún de cuerpo presente, a expresar sus condolencias ante sus atónitos parientes. Sí, para quienes no creemos demasiado en un más allá desde donde los difuntos vigilen nuestra memoria, la mejor manera de llevar el duelo por los seres queridos es tener la certeza de haber hecho todo lo posible por atenderles bien en vida.
Ocurre que ello no es fácil de compaginar con nuestro frenético ritmo cotidiano. Nuestros pisos son pequeños y nuestras ocupaciones laborales y sociales son muchas; nos volcamos en los hijos y nuestras necesidades personales hacen difícil que encontremos un hueco para nuestros allegados dependientes, solos o necesitados. Tampoco es fácil dilucidar si, en momentos como la pandemia actual, es preferible mantener a nuestros seres queridos «de riesgo» en situación de aislamiento y distancia para protegerles de un posible contagio o si es mejor afrontar el riesgo físico –leve si se toman las debidas precauciones– para que no sea la soledad, la tristeza o la desorientación lo que acabe con ellos. Nadie tiene la receta mágica pero a mí me alarman más los peligros psíquicos que los físicos cuando hablamos de un aislamiento tan prolongado como el actual.
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En todo caso, no me parece de recibo proyectar nuestras incertidumbres e insatisfacciones contra instancias ajenas –instituciones políticas o sanitarias– cuando hemos renunciado a la iniciativa de atender nosotros mismos a nuestros seres queridos dependientes. No hay duda de que una de las lecciones de esta crisis es la necesidad de reforzar el sistema sanitario ampliando el control público de las residencias de ancianos y otras instituciones geriátricas. Mejorando también, por supuesto, las condiciones laborales y salariales de quienes se han ganado a pulso su condición de trabajadores esenciales, léase, cuidadores, limpiadores, repartidores, amén del propio personal sanitario. Pero la lección principal, en mi opinión, nunca puede depender de lo que hagan los demás sino de lo que pueda hacer cada uno. En este caso, reconsiderar los valores que rigen nuestras vidas para atender mejor a los seres queridos. Así, cuando llegue su pérdida, no será tan imprescindible el duelo tutelado por ningún experto porque no habrá quedado culpa, reproche ni lamento alguno en nuestro interior. Siempre quedará el hueco de la ausencia pero seguramente no dolerá tanto si estamos satisfechos de cómo nos lo hicimos
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