La inminente elección presidencial italiana tiene un protagonista: el octogenario Silvio Berlusconi. Parecía imposible la supervivencia de un personaje envuelto en mil actos de corrupción financiera, fracasado en la gestión económica hasta el punto de ser sustituido urgentemente a la cabeza del Ejecutivo en 2011, ... probado desestabilizador de la democracia con la compra abierta de senadores para invertir un resultado electoral en 2008 –recordemos 'Silvio y los otros', de Sorrentino–, y protagonista grotesco de escándalos sexuales. Acaba de ser absuelto por la protección dada siendo 'premier' a una guapa prostituta marroquí, contando a la policía que era sobrina de Mubarak. Y entre los cientos de llamadas que está realizando para adquirir electores y obtener la presidencia, como en sus tiempos de especulador inmobiliario, se presentó ante una diputada como «señor bunga-bunga», aludiendo a la orgía que practicaba siguiendo las enseñanzas de su amigo Gadafi.

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Según hizo ver Nanni Moretti en 'El caimán', la mejor aproximación fílmica al personaje, el antiguo socio de la logia criminal 'Pi Due' (P-2) ha seguido su camino, indiferente a las críticas. Siempre proyectó una imagen supuestamente inmaculada de defensor de la libertad contra «el comunismo», esto es, contra toda racionalización del sistema. Con un doble discurso, de aparente concordia en momentos difíciles, favorecido por la ceguera de una izquierda ansiosa de compromisos, mientras el mensaje autoritario evocaba el orden impuesto antaño por Mussolini.

Maurizio Viroli anotó el resultado: un poder que transforma a los ciudadanos de la república en un pueblo de siervos que aparentan ser libres. Con razón la derecha de Salvini y Meloni le reconoce hoy como el artífice de lo que hace treinta años parecía imposible: la conversión de una mezcla de ingredientes impresentables, del neofascismo a la corrupción generalizada, en fórmula política de vocación mayoritaria. El esfuerzo regenerador de Draghi, sustentado en el Partido Democrático, corre el riesgo de verse pulverizado. Bajo la protección del socialista Bettino Craxi, Berlusconi impuso su discurso manipulativo mediante el control de los medios. El núcleo de su política fue una videocracia, la construcción de un mundo imaginario, de evasión frente a las problemas de cada día, presidido por él. Hasta que llegó la crisis de 2008 y arruinó su objetivo de reforma constitucional.

La degradación de la democracia aquí, como en Italia, es un precio que a nadie importa

Desde otras coordenadas, la videocracia a la italiana tuvo seguidores. Entre nosotros, ahí está Pablo Iglesias, partiendo como Silvio de una televisión de barrio. Como él, un tipo autoritario, plenamente seguro de sí mismo, que completó el diseño para capitalizar el 15-M, tomando la descalificación de «la casta» y el señuelo de la democracia directa del Movimiento 5 Estrellas. Al margen de que la tal ciberdemocracia resultó un engaño, pues Iglesias designó a su sucesora igual que lo hizo Rajoy, careció del control berlusconiano de los medios y resultaron demasiado evidentes tanto su oportunismo sectario como un leninismo hoy poco atractivo. La resistible ascensión de Podemos quedó truncada.

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Iglesias dejó como legado una alternativa a sí mismo, con el liderazgo aún inseguro que representa Yolanda Díaz. Al margen de resbalones, Yolanda ofrece una vía diferente para la izquierda, conjugando el aval teórico para su igualitarismo (Piketty), la búsqueda de apoyo en los trabajadores (impronta de Comisiones) y el pragmatismo en la negociación (reforma laboral). Sin pronóstico fácil, es otra cosa.

A pesar de la distancia ideológica, Sánchez está más cerca de la videocracia de Berlusconi. Desde que estalló la crisis del Covid, ha puesto en práctica una estrategia de la imagen dirigida ante todo a garantizar su permanencia indefinida en el poder. Todo son aciertos, lo cual le lleva a una huida también constante de su error innegable, el 8-M. El tajo dado a la investigación de la jueza Rodríguez Medel inauguró la manipulación del poder institucional y del lenguaje, tanto para legitimarse como para descalificar al adversario. Analizar la acción del Gobierno era montar una «causa general», como en el franquismo; más tarde negarse a «arrimar el hombro» ante cualquier propuesta del Ejecutivo será «carecer de sentido de Estado». Etcétera, etcétera.

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La tremenda torpeza del PP, incapaz tanto de críticas razonadas como de iniciativas, dejó el campo libre a un imperio de la palabra, donde las declaraciones de Sánchez construyen en este ámbito un mundo ficticio, sin que importe la relación con la realidad. Ante una sociedad que quiere vivir sin restricciones, coló el error de que la pandemia quedaba atrás y se inhibió. Ahora será una simple gripe, lo cual tal vez será posible en el futuro, pero no aún. Es el antiDraghi. Y la escena política sigue reduciéndose a los síes de los «progresistas» y a las maldiciones de los reaccionarios, en una guerra civil de palabras. La degradación de la democracia aquí, como en Italia con una presidencia de Berlusconi, es un precio que a nadie importa.

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