A poco que se sufra de claustrofobia no hay duda de los horrores vividos por los viajeros de ese tren del Eurostar que la pasada semana se averió bajo el Canal de la Mancha. Fácil imaginarse la angustia de saberse bajo la tan húmeda presión de todo un océano como el Atlántico aunque estemos entrenados desde siempre, es decir desde que nos descabalgaron en nuestra nacencia terrena, en un vivir bajo el otro gran cendal de los cielos.

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Ahora, con el verano ya perdiéndose allá a lo lejos, la memoria actual parece que quisiera encontrar algo como viejos esquemas de las fiestas y, en éstas, para mí al menos, lo que mejor se me resalta, bien que perdidos en algo sus destellos, junto con los crueles tiros al pichón de Gudamendi y los toros, es la presencia aún de los caballos en los viejos hipódromos de Lasarte, lo que me incita a escribir algo sobre ese tema caballar ahora que tan bajo me parece que está el espíritu caballeresco y cómo no acordarnos de algunos personaje de novelas caballerescas que es, ahora, al citar este venero cuando salta y resalta el nombre de un tal Iván Stepanóvich Mazeppa, un atamán [jefe militar] de los cosacos, por haber seducido a una dama de la aristocracia polaca y que es una historia cuyo relato ha seducido, a su vez, a grandes plumas, entre las cuales figuran las tan conocidas de Lord Byron, de Victor Hugo, de Puschkin y de Voltaire y resulta ser como la aventura siempre narrable por ser tan inenarrable, una historia de caracteres más que de letras de la tremenda historia a consecuencia de la venganza de un hidalgo polaco sobre un amador de su mujer que, con el tiempo se convirtió en un hito de aventura inolvidable de un hombre al que se le ata desnudo a la grupa de un veloz caballo y se le hace trotar, un reto al frío y a la incomodidad suma, desde Polonia a Ucrania... y, en donde, (he aquí la nota sorpresiva), le esperaba nada menos que un trono; una historia de Lord Byron en su escrito de ese título, 'Mazzepa', que es, precisamente aquí, en el último tramo, donde se abre definitivamente el fruto y nos deja con la esencia y el hervor de su intenso contenido que, desde una acción de aventura castigadora pudiera trasladarse a un relato tan justamente pergeñado que cobra ahora una especial atracción al hablarnos de lugares de los que tanto se habla hoy en día.

Puestos ya los dedos sobre el teclado, cómo resistirme a no contar algo de las manadas de caballos que se ofrecen desde el espejo de mis viejas lecturas, que si mientras voy pulsando las teclas de estas letras me diera la venada de inventarme un bestiario personal, tendería a recrearme en las salidas novelescas de un montón de los muy gloriosos, digamos de Pegaso, el alado que Perseo hizo brotar de la sangre de Medusa; la Gorgona, la de la terrible mirada que es ahí donde nace una nueva historia con Andrómeda, Casiopea, etc, con las que tan fácil se nos hace soñar siempre que por medio de la imaginería fabulosa de la mitología greca quisiéramos derivar hacia pletóricos lugares en donde las maravillas fluyen en hontanar incontenible que ya es como cabalgar de grupa en grupa y trepar a la de Incitatus (al que el bestial Calígula nombró Cónsul); y, sin salir de esa mitología puesto que la historia acostumbra a vestirse de novela, ¿por qué no palpar muy por dentro el vientre del que ocasionó la toma de la imposible por impasible ciudad de Troya; y, sin olvidarnos, por supuesto, de Bucéfalo, cuya carrera conquistadora 'nunquam superata' (como en el caso del escudo de nuestra Bardulia) comienza cuando nadie, menos Alejandro, se atreviese a montar a aquel soberbio équido que Filónico de Farsalia dio en regalar a Filipo y así conquistar el mundo entero; que así, en gran lista, pudieramos citar al de Atila sobre cuyo lomo se amasaba la carne de los hunos (y otros) atilanos; sin olvidarnos, por supuesto, de Babieca y de su escarbo de incómodo ante la niña 'de voz pura, de plata y de cristal, toda ojos azules y en los ojos lágrimas', que aduce su tristeza ante el buen Cid y su mesnada bajo el cielo sol castellano de camino hacia Valencia; de Rocinante y de su estirpe de caballo tan sobresaliente que llevare a Don Quijote a sus tan solemnes aventuras que volviéronse eternas y a prueba de todos los alzheimeres que pudieran salir al paso del tan singular caballero manchego; del centauro Quirón y Esculapio, Céfalo, Néstor, etc, y de ahí, recordando los millones de caballos vistos, entrevistos y leídos del Oeste americano, cómo no pararnos a recordar aquel poema de honor, de un tal José Santos Chocano sobre 'Caballos de los Conquistadores', que «¡Los caballos eran fuertes!/ ¡Los caballos eran ágiles!/ Sus pescuezos eran finos y sus ancas/ relucientes y sus cascos musicales...», etc, etc, un poema tan grande y tan injustamente olvidado...

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