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Después de tantos meses de incertidumbre y crisis política, estamos ante un giro copernicano en la historia de nuestra democracia. La dirección que ese cambio va a tomar es todavía una incógnita, salvo en el aspecto inequívocamente positivo de la igualdad de género. Pero lo ... que ya resulta innegable es que están en juego la estructura del Estado, la propia vigencia del régimen creado por la Constitución de 1978, el modelo de desarrollo económico e incluso la relación entre el Gobierno y la opinión pública en el plano de la comunicación.
Este último aspecto no es esencial. Tampoco cabe menospreciarlo. Todo ha ido quedando en secreto desde las negociaciones PSOE-Podemos que dieron lugar al vuelco del 11 de noviembre. La comparecencia de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias sobre su programa de coalición fue ya un ejemplo de los nuevos métodos: una aparente rueda de prensa que no era tal, sino una sesión de imagen donde los informadores fueron sustituidos por los fotógrafos. Así será en adelante y lo confirmó la retransmisión por TVE del discurso de Sánchez en la investidura, títulos incluidos. Eran enfocados sus apoyos socialistas en el Congreso; de los populares, designados con el término peyorativo de «bancada» (deshumanización), solo salía el rostro de Pablo Casado (aislamiento). Y, por fin, el reloj: las prisas reducían el tiempo de reflexión de Casado, salvado con el discurso preescrito. Ningún cabo suelto.
Las palabras de Sánchez se dedicaron a maximizar los aspectos positivos de su programa de Gobierno, con una cascada de medidas que siempre llevaban a cambios favorables en la situación precedente. Perfectismo propio frente al museo de horrores y de corrupción del PP. Políticas las del PP que permitieron al menos salvar lo peor de la crisis. Esa ponderación sería una premisa para avanzar desde hoy, si ello es posible. También para subrayar la importancia de los cortes más significativos: la citada política de igualdad de género, la ecología y la laicización, marcando aquí un viraje radical para el sistema educativo.
Las medidas socioeconómicas del discurso se inscriben en el marco de las propuestas habituales en la socialdemocracia clásica. No podía dejarse de lado el incremento de la desigualdad por efecto de la recesión y de la estrategia de su superación por parte del PP, interviniendo para paliar una crisis ganada a pulso por el sistema bancario y relanzar la economía desde el ángulo del capital. El Estado de bienestar no fue suprimido, conviene recordarlo, pero sí sufrió recortes, y por efecto de las medidas de política económica y de la reforma laboral empeoró dramáticamente la suerte de las clases populares, y especialmente de la juventud. Se encuentra, pues, plenamente justificada la adopción de iniciativas orientadas a invertir esa tendencia.
La referencia a la socialdemocracia clásica no es gratuita. Nos recuerda la necesidad de gravar los beneficios excesivos, a los grandes rentistas o a sociedades y bancos que disfruten hoy de privilegios. El objetivo de la justicia social es irrenunciable para la socialdemocracia. Solo que debe ser alcanzado sin erosionar los mecanismos que impulsan el crecimiento. Las exigencias de justicia social de nada acaban sirviendo -pensemos en el chavismo, incluso en experiencias francesas recientes- si abocan a un estrangulamiento de un sistema económico, condenado a funcionar en el marco del capitalismo internacional y de la globalización.
Ello no impide que actuaciones impuestas por Iglesias, como el control de los alquileres o de las empresas eléctricas, resulten apreciables por contraste con otras arriesgadas, como suspender el corte de servicios si no hay «voluntad de impago». Es un problema de conjunto. Las reformas previstas por Sánchez hasta noviembre -y por eso desconfiaba de la coalición- se ajustaban al mantenimiento de los equilibrios del sistema. La coalición victoriosa de Iglesias -regalo de Reyes para Alberto Garzón, incluida amenaza de plan de industrialización-, con el control de la política social, puede operar en sentido contrario al centrarse exclusivamente en la ofensiva contra la desigualdad sin otros condicionamientos. Una valoración de conjunto nos avisa de que estamos ante un proyecto de Estado asistencial, para cuya «sostenibilidad», como ahora se dice, está ausente una política económica de crecimiento como en Portugal.
¿Qué hacer ante los recortes exigidos por Europa? Solo más impuestos no es solución. ¿Y qué hacemos con Europa? Palabras. Europa es una comunidad de valores humanistas, pero para seguir siéndolo tiene que afrontar -y con ella, España- una situación cada vez más difícil en el marco económico de la globalización y en las relaciones internacionales. Sánchez e Iglesias lo marginan. Desde los orígenes del PSOE, evocados por Sánchez, hasta hoy, con Podemos, el marxismo de la izquierda española se caracterizó por olvidar a Marx; esto es, por menospreciar la prioridad del análisis económico.
La otra vertiente problemática de la coalición es el precio de la neutralidad de ERC, más el pacto con el PNV. Todo sugiere una puesta en cuestión del Estado de las autonomías tal y como lo conocemos. Por mucho que se disfrace de constitucional y de no vinculante, la «consulta» contemplada para Cataluña consumaría como mínimo la solución transitoria de un Estado dual, libre de «judicialización»; esto es, de control por el Tribunal Constitucional. Sánchez se escuda en un eslogan: «España federal y unida en una Europa federal y unida». Pero en todo lo que ha contado no hay una sola gota de federalismo. Y es este vacío lo que más preocupa. Está a verlas venir «al amparo de la Constitución». Los «dialogantes» soberanistas sí tienen claro su objetivo. También Casado: «no es no», sustentado en la idea de España. Ruptura total.
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