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Creo oportuno mirar a veces por el retrovisor de la historia política. Volvamos pues la mirada al retrovisor catalán. El presidente Rodríguez Zapatero no fue todo lo valiente que pudiera haberlo sido y no pudo, o no quiso, o lo más probable es que fuese ... una mezcla de las dos posibilidades, cumplir la promesa que le hizo a Pascual Maragall en campaña electoral en Barcelona de respetar lo acordado por el Parlament de Cataluña. No cumplió lo prometido a pesar de haber logrado el nuevo Estatut un 30 de septiembre de 2005 el apoyo del 90% del Parlament. Pero Zapatero no fue fiel a la palabra dada, quizás debido a que en ese momento no pasaba por su cabeza la posibilidad de ganar las elecciones generales. Incumplimiento de la palabra dada a una decisión adoptada legítima, libre, masiva y democráticamente por el Parlament. Un Estatut que suponía un claro avance con respecto al del 1979.
La gracieta de Alfonso Guerra se cumplió, el texto fue cepillado en el Congreso. Lo resultante no fue lo aprobado por el, repito, 90% Parlament, pero tan cierto como ello también era evidente que el texto final seguía siendo razonablemente satisfactorio, suponía un sustancioso avance, mejoraba una financiación que preveía gestionar una importante cantidad de impuestos e instrumentos recaudatorios, ampliaba competencias, avanzaba en la equiparación de las lenguas catalana y española, planteaba un consejo de justicia de Cataluña, la Generalitat ostentaría de forma íntegra las potestades legislativas, reglamentarias y función ejecutiva, se incluía el término 'nacional' referido a la bandera, la fiesta y el himno, etcétera. En definitiva, era innegable que el Estatut era útil y provechoso, garantizaba mejor que antes nuevos y necesarios instrumentos para un marco autonómico que había dado muy buenos resultados para la sociedad catalana pero que obviamente después de 34 años se había quedado muy estrecho y ello, repito también, a pesar de su tramitación en el Congreso, que rebajó los contenidos más ideologizados y que le dio luz verde en pleno un 30 de marzo de 2006. El Senado dictaminó en positivo al poco. Tres semanas más tarde, un 18 de junio, los catalanes dieron el visto bueno en referéndum al nuevo Estatut con casi el 74% de los votos. Impecable cronología constitucional. 'Seny' puesto a prueba, zarandeado pero victorioso. El nuevo Estatut llegó a ser Ley Orgánica de obligado cumplimiento y todo podría haber terminado. Pero no.
A pesar del mencionado cepillado del nuevo Estatut muchos artículos continuaban siendo inasumibles para un PP que entendiendo que España se rompía y cometiendo un tremendo error político el 31 de julio de 2006 recurrió un centenar de sus artículos ante el Tribunal Constitucional, que se enfrentó así a una de las decisiones más trascendente de su trayectoria. Un TC, por cierto, sometido a vaivenes, tira y aflojas, tácticas, estrategias y manoseos entre el PSOE y el PP, politizado, sujeto a partidismos y cálculos electorales de los dos partidos mencionados. El TC se encontró ante un cruce de vías judicial que iba muchísimo más allá de la anécdota, se trataba ni más ni menos que dictaminar sobre la relación entre el Estado y Catalunya. Un dictamen que afectaría sustancialmente al futuro modelo territorial de España.
Es preciso insistir que tanto las instituciones como los partidos catalanes cumplieron escrupulosamente con las reglas de juego existentes. Es necesario subrayar que a pesar de esta impecable cronología constitucional el PP había decidido oponerse desde los mismos comienzos, se desmarcó en el trámite parlamentario, votó en contra en el referéndum y culminó su torpeza presentando recurso al TC. Por último es conveniente remarcar que el dilema para el Tribunal Constitucional era crucial, aceptación de la madurez democrática de un Estado plural o su bloqueo. Estaban en juego el espíritu del 77 que hizo posible la Transición y los pactos profundos que habían hecho posible los últimos treinta y pico años la España democrática. Pero el TC anuló catorce artículos y cuestionó treinta. Ello supuso romper las reglas de juego, humillar emocionalmente a Cataluña, manosear el «seny y el pactisme», romper el consenso constitucional y cancelar un posible proyecto global de España, impedir en definitiva el encaje amable de Cataluña. El PP erró ante la historia y la política generando perversas derivadas, el mal político cristalizó cuando el TC enmendó la plana a un mandato aprobado por un 90% del Parlament, ratificado en el Congreso y Senado y reforzado por el plebiscito del referéndum.
Todo lo ocurrido posteriormente es bien y largamente conocido y discutido: el tobogán de acontecimientos, el carrusel de desaciertos, la nula conciencia sobre el principio de realidad de unos y otros. Podemos desarrollar coloquios interminables sobre la judicialización de la política y la politización de la Justicia, la malversación de fondos, sedición y rebelión, unilateralidad y bilateralidad, el 'seny' y la 'raxa', sobre la plurinacionalidad de España, la sensatez o la insensatez de unos u otros, sobre los principios de legalidad, de democracia y de legitimidad, sí. Por supuesto. ¿Pero y ahora, después de la(s) sentencia(s) del Tribunal Supremo, qué?
Pues, sensatez colectiva.
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