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Para muchos de los asistentes al primer Congreso de Estudios Vascos, en 1918, tanto o más memorable que las sesiones académicas y que los actos ... culturales fue el espectáculo de largas colas de coches provenientes de todo el país que durante varios días estacionaron en el centro de Oñati. El impacto que tal imagen causó tiene fácil explicación: en ese año había un total de 119 automóviles matriculados en San Sebastián, 409 en Bilbao, 22 en Vitoria y 64 en Pamplona. Aquel objeto lujoso y superfluo no se haría necesario y emblemático de la sociedad de consumo hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Un siglo después, el coche se mantiene como cifra de una libertad metafóricamente asociada a la posibilidad de 'conducir nuestra vida'. Pero es un hecho que, mientras aumenta su uso, su valor simbólico se ha erosionado bastante: el coche se ha vuelto un objeto banal. Hoy suena ridícula 'La canción del automóvil' del futurista Marinetti que loa al «Dios vehemente de una raza de acero», igual que rechina la ocurrencia del semiólogo Roland Barthes quien en 1957 comparaba el coche con las grandes catedrales góticas.
Junto con esto, la promesa de emancipación se ve coartada por restricciones y cargas (impuestos, embotellamientos, seguros, multas, dificultades para el estacionamiento...). A ello se suma la conciencia medioambiental, hoy en franco desarrollo. Hay, por un lado, una demanda de modelos de movilidad menos contaminantes y que respondan al desafío que plantea el fin de la era del carburante. Por otro lado, el afán de propiedad, encarnado históricamente por el auto, está atenuado entre las nuevas generaciones que desean disfrutar del volante pero sin poseerlo necesariamente.
Con esto y con todo, puede entenderse que la representación contemporánea del coche se halle en vías de resignificación. La máquina que desde hace un siglo es santo y seña de la civilización moderna, codiciada y anhelada, ahora es también criticada por quienes consideran excesivo que haya tanto rodante circulando, contaminando y ocupando la vía pública con solo una o dos personas a bordo.
Las fotos antiguas nos muestran hasta qué punto el coche ha acaparado las tramas urbanas originalmente trazadas con amplios ensanches y diáfanos bulevares para el disfrute del paseante. En estos cien años el automóvil se ha apoderado de un espacio que no le pertenecía. Hora es de que vaya cediendo el paso. Quiero pensar que no seremos tan memos como para hacer de este razonable objetivo una cuestión ideológica, ni de los atascos una seña de identidad de la ciudad.
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