Una mirada hacia el Norte, hacia Utrecht, donde comenzó la Vuelta que ante esto de la permanencia de los ciclistas en las carreteras, lo que ... me viene a las mientes y me pregunto, es cómo los hubiera llamado nuestro señor Don Quijote, con su lanza enhiesta tan acometedora contra los «treinta o pocos más desaforados gigantes con brazos como aspas de molinos de viento» que cada vez que voy pisando calle me veo obligado a pensar, como común supongo, con el temor galopante de los propensos a los mareos, pese a los recuerdos infantiles siempre inolvidables y tan caros por queridos la del que salió una mañana de casa y todo era luminoso y resplandecía: perfume que gritaba olores silenciosos, amasijo de energías internas, y, al poco, en una esquina del recorrido, un ninja saltarín, arma medio oculta con habilidad de trilero, le desaceleraba la andadura y se quedaba entre la angustia de la nuez en la garganta, entre banco y banco del parque ya sin esperanza y ya no poder sentarse. Sin fuelle. Sin corazón más que para dolor aun latiendo.
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Ciclismo no a la manera que resultó ser el del llamado John Kerry, Secretario de Estado estadounidense, (redundancia inevitable, perdónese), contumaz ciclista tan a la manera del excepcionalísimo (en victorias y trampas) LanceAmstrong, que para igualarse a él, se supone, le imitó hasta en cáncer de próstata. Ni siquiera a manera de recordatorio de aquel otro, campeón de campeones, inimitable e insuperable 'caníbal', un tal Eddy, voracidad 'nunquam superata' ni por cocodrilos del Serengueti en sus anuales banquetes de ñúes, los escalofríos de la carne desgarrada como el trizar de los músculos de las piernas que pedalean automáticas, el anhelar del salvamento en la siempre difusa orilla del río como el descanso de la lengua abotonada difícilmente masticable; raspados de garganta, seca ya, sin siquiera resuello en el hollar de la cima.
Los cuidados que en las calles ciudadanas han de observarse respecto a los ciclistas, de muy difícil práctica para los que, víctimas de golpes de calendarios y más calendarios, para los que ya se nos han averiado las vértebras cervicales y miramos envidiosos a esas jóvenes veletas que exhiben su capacidad de revoloteo, virar y revirar de luces y de vientos que giran y rotan al menor impulso. La angustia de todos los días al llegar a la esquina de la calle por donde transitan ruedas de rojizo color por lo que dieron en llamar bidegorris, pista de velocípedos que se siente que me han cavado sensorialmente y colocado –mente tenebrosa y corazón alarmado– el presagio de que, una de esas veces de todos los días, me ocurrirá la catástrofe.
Pero al tiempo que de John Kerry, de Amstrong, de Mercks, de Serengueti, de cocodrilos, de ñúes, de veletas y centauros, de vértebras cervicales y de extravíos mentales, y dado que las costumbres viarias ciclistas donostiarras no son, como tantas otras veces, ni ideaciones propias ni inventos sino copias cuyo modelo ha de buscarse en Amsterdam, lo que esos caminos ciudadanos de color rojizo y tránsito peligroso hacen recordar es un trozo de los que don Pío, el de Itzea, acostumbraba a insertar de cuando en cuando.
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Al comienzo, aquí, de 'Los amores tardíos', con Larrañaga, anclado en su casa de Rotterdam enamorado de su prima Pepita casada con Fernando enamorado de la holandesa, que, en hablando no solamente de personas y de amores sino también de ciudades, Rotterdam es postergada ante Amsterdam en su comienzo y por medio como de esa especie de guía lírica en una de 'Las estampas iluminadas', y en la que don Pío escribe de bicicletas: «Por el puente próximo, ancho y asfaltado, corren las bicicletas, llevando un mundo de empleados a sus casas de las afueras. Hombres derechos en su máquina, serios, un poco doctorales, pasan de prisa. Arios braquicéfalos y docicocéfalos; algunos, católicos; la mayoría, protestantes; pero todos ciclistas. ¡El ciclismo! Carácter típico de los arios, según las clasificaciones un poco cómicas de Otto Ammon y de Vacher de Lapouge. Quizá los semitas, que abundan en la ciudad, pedalean también, copiando a Ios arios con cínica desvergüenza; pero es un pedaleo falsificado, mixtificado, para, el cual no tienen derechos adquiridos. El ario, la bicicleta; el semita, el camello. Chicas rubias, guapas, con el pelo suelto, marchan en su aparato con brío y estiran, sonriendo, con la mano, la falda corta para que no se les vean los pantalones con puntillas».
Es decir, una manera de ver el ciclismo: la barojiana.
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